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viernes, 19 de marzo de 2010

Letras de memoria

Andrés L. Mateo

Los intelectuales dominicanos en el siglo XX


A finales del siglo XIX y principios del XX las propuestas de regeneración social de los intelectuales, sus incertidumbres ideológicas y su protagonismo, estaban en relación con la realidad histórica que, muy precariamente, sostenía las estructuras maltrechas del Estado Nacional y dejaba flotar las dudas respecto de la viabilidad de una identidad propia del ser dominicano.

La aventura intelectual dominicana, y particularmente sus expresiones liberales, arribarán al siglo XX con una pobre visión de sí misma, y con el lastre de frustraciones infinitas en sus vínculos con el poder político.

La primera de ella amarga por lo patética, y dibuja la línea maestra de una decepción recurrente que desembocará en sumisión y tragedia. Nuestro paradigma apostólico, Juan Pablo Duarte, cuyas prístinas reflexiones liberales dieron fundamento al proceso de separación de Haití, se asemeja más, por su sacrificio, a un mártir del santoral cristiano que a un luchador por la Independencia armado de un conjunto de ideas. La verdadera fuerza del ideal duartista es su debilidad, la conciencia necesaria que cree en la viabilidad de la nación, sin ningún retroceso, y que la hace surgir de su propia desdicha.

Con Juan Pablo Duarte se inicia el descrédito del pensamiento en el país.

En el terreno de la cultura y la política, esta contraposición adoptó dos denominaciones pintorescas: “Afrancesados y filorios”. Los “afrancesados” tenían sus dudas respecto de nuestras posibilidades de cuajar en nación, y hacían burlas del pensamiento duartista llamándolo “filorios”. Ellos preferían una vía segura que garantizara el proyecto de separación, y veían en el protectorado un camino sin tropiezos para consolidar el plan. El muy célebre cónsul francés, André de Lavasseur, daría su nombre al intento, y las pinceladas de su estrategia deberían ser nuestro primer gestuario del desapego, la primera duda de nosotros mismos, en el residuo del movimiento trágico que arrastra las circunstancias de nuestra identidad.

Los “afrancesados” se volcaban sobre el “buen sentido” de su conciencia de clase, y se definían a sí mismos como pragmáticos. Para concebir la utilidad abstracta de su oponente en el escenario de la historia, llamaban a los duartistas “filorios”, una manera galante de proclamar su inutilidad, de arrinconarlos en una denominación que los petrificaba en las artes, en el teatro, la literatura, la filosofía, pero que los descalificaba para la política.

En la pintura temática de la historia dominicana, pragmáticos contra idealistas será, desde entonces, la disyuntiva, en ese esfuerzo inmisericorde por otorgar corporeidad en dos adjetivos de esencia, al despiadado combate de intereses escenificado desde el inicio de la vida republicana. Duarte sería el “filorio” por excelencia. Su legitimación lo deja siempre congelado, le permite esquivar lo real, remontarse en la proceridad, sin abandonar la ilusión de que su rasgo constitutivo es la idea.

La independencia misma es un movimiento sinuoso (Pedro Henríquez Ureña la definía como un proceso, que incluye la figura de don José Nuñez de Cáceres y su gesta truncada de la “Independencia Efímera”, hasta el final de la Restauración), de caídas y recaídas, que se comprende mejor si se observan esos momentos encrespados en los cuales el liberalismo aflora, como idea, como pensamiento, para luego volverse a hundir.

Ese será el signo primigenio de una impotencia, que marcará por siempre al liberalismo en su relación con la política práctica, dejando a los intelectuales del siglo XIX prisioneros de un tema angustioso: la inviabilidad de la nación dominicana.

Incluso el lastre teórico de la imposibilidad de una nación lo tomará el liberalismo de signo positivista, hegemónico entre los intelectuales dominicanos a partir de la llegada del humanista Eugenio María de Hostos, pero sobre todo, después de 1880, fecha en que el hostosianismo funda la Escuela Normal laica.

Quizás la imagen más esclarecedora, con respecto al destino de los intelectuales, sea la figura del maestro Eugenio María de Hostos tomando el camino del extrañamiento, espantado ante las atrocidades del gobierno de Ulises Heureaux, que había surgido, contradictoriamente, del seno mismo del Partido azul. Con esa huida hacia Chile se cierra el siglo XIX dominicano, forzando al repliegue del normalismo positivista hostosiano, y su expresión política liberal.

El pensamiento dominicano del siglo XX se revitaliza con la fiebre del arielismo americano. La publicación en el 1900 del libro Ariel, de José Enrique Rodó fue un acontecimiento particularmente significativo para el continente americano; su impronta se difundió rápidamente en la República Dominicana, y los intelectuales se sumaron a la algarabía proclamada de una aristocracia espiritual, llamada a flamear como bandera espiritual. El impacto de esta influencia fue tal que la primera edición del libro de Rodó fuera del Uruguay la publicó en el 1901 Enrique Deschamps en la “Revista Literaria”.

El antimperialismo pánfilo, el optimismo y el elitismo melancólico del arielismo, hallaron en el país el caldo de cultivo del nacionalismo como un credo de redención sublime. Las condiciones no pudieron ser más favorables para que se regara como pólvora el nuevo lenguaje de la “renovación”. El hostosianismo tomó nuevos aires con el lenguaje alado del arielismo. Las juventudes pensantes sintieron que se alejaba la desesperanza, sobrevenida en sucesivas guerras fratricidas, luego de la muerte del tirano Ulises Heureaux. Todo se tiñó de ansias inaguantables de renovación, y cuando se produjo la intervención norteamericana de 1916, nada mejor que el rechazo rodosiano a la “nordomanía”, y al paradigma norteamericano carente de refinamiento y atravesado por la supremacía del pragmatismo. El arielismo entonces invadió las tribunas.

Figuras como Santiago Guzmán Espaillat, Rafael Estrella Ureña, Ercilia Pepín, Francisco Prats-Ramírez, Joaquín Balaguer, César Tolentino, y muchos otros, se destacaron como oradores y escritores con los signos inflamados del nacionalismo y el antimperialismo rodosiano. Hasta el 1925 la influencia del arielismo es un impulso estimulante; más allá, se fue revirtiendo en su propia noción de los menos sobre el número, hasta transformarse en el discurso más instrumentalizado por el trujillismo emergente, que aprovechó la raíz aristocrática del universo de Rodó, para racionalizar su propia práctica.

Al surgir el trujillismo, la herencia hostosiana era todavía predominante en la cultura y la educación dominicanas, aunque no como un todo orgánico, ya que los discípulos directos de Hostos tomaron banderías políticas distintas, “orientando sin dirigir el caudillismo horacista y jimenista”. Sus discípulos continuadores de su credo filosófico se diluyeron en las luchas nacionalistas de la “pura y simple”, llegando a conformar partido político, y terminaron divididos ante la gestión de Horacio Vásquez, para dar, al final, “sustancia ideológica al régimen de Trujillo”.

Quizás el primer pensador dominicano que se aproxima a la conformación de un sistema ideológico, sea el doctor Américo Lugo. Sus ideas son la expresión más problematizada del hostosianismo viviente en el seno del trujillismo que nacía. Se negó a construir un pasado oficial aún a riesgo de su vida, y dio un ejemplo de verticalidad en su postura nacionalista, al asumir, frente a la intervención norteamericana de 1916, la dirección intelectual del rechazo a las tropas de intervención, y proclamar el no-reconocimiento de los actos jurídicos del poder interventor.

La cultura dominicana tenía entonces, además, otros paradigmas, como don Emiliano Tejera, quien “pese a haber vivido en la mejor época del positivismo en la América Hispana no fue positivista”. Pero por su tradición conservadora, el fundamento hispánico recalcitrante, y su papel de autoridad intelectual de gobiernos en la tradición del autoritarismo (como el de Ramón Cáceres), la incidencia de su pensamiento no era conflictivo.

Más influyentes son, todavía, los integrantes del pequeño retablo del positivismo hostosiano, quienes, además de Américo Lugo, contaban con pensadores cuyas preocupaciones por la cuestión nacional, y los argumentos recurrentes utilizados para explicar el entorno social, habían hecho fortuna entre las élites pensantes. Entre ellos, los de mayor reconocimiento social eran José Ramón López, activo y polémico comunicador, y el escritor, novelista y pensador, Federico García Godoy.

López inició en el país un estilo agresivo de análisis de la identidad del dominicano, particularmente del campesinado, y desde la crudeza del pensamiento positivo reprodujo entre nosotros las ideas con las cuales las élites latinoamericanas estigmatizaron al campesinado, en nombre de la noción de progreso. Un libro como La alimentación y las razas, es un clásico ejemplo de ese tipo de pensamiento americano que, a partir de la década de los años treinta, hizo de la contraposición entre la ciudad y el campo una dicotomía trágica que marcaba a sangre y fuego el camino del desarrollo.

Nada hay más parecido a la patria que sus intelectuales

Pero en su conjunto, tal y como quedó establecido en el siglo XIX, las ideas de estos pensadores se pueden resumir en un catálogo de deficiencias formativas que se constituyen en taras infranqueables, a la hora de formar una nación de acuerdo con los paradigmas occidentales. Existen matices entre uno y otro, pero hay un factor común: la inviabilidad de la nación dominicana.

En este periodo aparecen otros grupos, como “Paladión” y “Ultra”, vinculados a la amplia movilidad social de los años veinte. Por sus valores extremos el caso más destacado es el de “Paladión”. Creado alrededor de 1918-1920, sus integrantes son reconocidos arielistas y ardientes preocupados por los problemas sociales. Su prédica es abiertamente socialista y reivindicativa, con un lenguaje que evidenciaba la lectura de carácter social que se difundía en el mundo con motivo de la revolución bolchevique, en Rusia. Aunque “Paladión” era un grupo literario, su actividad trascendió a lo político, diluyéndose su algarabía en el trujillismo, y permutando en la entrega total de sus intelectuales, las confusas ideas socialistas de la época. Sus integrantes más renombrados fueron Francisco Prats Ramírez, Armando Oscar Pacheco, Virgilio Díaz Ordoñez, Rafael Paíno Pichardo, Horacio Read, Julio Alberto Cuello.

En la República Dominicana, quizás por la apabullante hegemonía del pensamiento de Eugenio María de Hostos, y en correspondencia con el desarrollo de la estructura económica del país, las ideas socialistas no se difundieron con un trabajo sistemático, ni contaron con grandes figuras intelectuales que la asumieran. El trabajo de divulgación de Adalberto Chapuseaux, quien escribió El porqué del bolcheviquismo, en el año 1925, y Revolución y evolución, en el 1929, no tenía organicidad, ni influyó decisivamente en el pensamiento de los intelectuales criollo de aquellos años.

Lo cierto es que todas las propuestas intelectuales confluyen en los años veinte, en la especial circunstancia del surgimiento del trujillismo, dándole un matiz de síntesis trágica a la unidad forzada que en el terreno del espíritu provocará poco después el régimen.

¿Cuál fue el trabajo de los intelectuales en la “Era de Trujillo”?

Sin dudas que la legitimación del poder despótico, pero el trujillismo acumuló factores sobredeterminantes de lo social, lo económico y político en tal nivel, que la justificación ideológica echaba manos con mayor frecuencia de la pasta divina del propio Trujillo, que de la racionalización expresada como producto intelectual. Trujillo se transformó en una verdad superior, cuyo nutriente fundamental era el mito.

A lo largo de treinta y un años de dictadura la producción intelectual llegó a alcanzar un volumen considerable, y siendo, como era, capital en la estructura de dominación, se levantaba sobre un cierto fondo común, sobre una verdadera economía de pensamiento, que salía armada de símbolos, de valores, socializados en una palabra que identificaba la epopeya, y ocultaba al sujeto individual. Vista en su conjunto, la producción intelectual en el trujillismo es un coro griego, el signo de una épica, la vía de un vínculo que hace indiscernible la individualidad de pensamiento. Todo ocurre como si la inflexión de un pensamiento en el absolutismo agotara los mismos símbolos, las mismas deshistoricizaciones, la misma ecuación decorativa de hipérboles. Es como si toda habla fundara la misma felicidad de las palabras.

De esa legión de intelectuales sólo se pueden mencionar unos pocos, entre los que sobresalen Joaquín Balaguer, Manuel Arturo Peña Batlle, Fabio A. Mota, Ramón Marrero Aristy, Víctor Garrido y Rafael Vidal. De entre ellos, Manuel Arturo Peña Batlle es la figura espectacular porque, contrario a toda esa intelectualidad degradada, él llevó al trujillismo el único pensamiento ancilar que tenía una reflexión completa, formando una culturología de base histórica, que había reflexionado conservadoramente la cuestión nacional antes de que Trujillo tomara el poder.

A pesar de la relación conflictiva del trujillismo con el pasado, son las vicisitudes y las propias ideas del pensamiento del siglo XIX las que le sirven a los intelectuales para legitimar el despotismo. La esencia del pensamiento intelectual trujillista es remontarse sobre la incertidumbre del ayer, regocijarse en el bullicio y el alarde de las conquistas logradas por Trujillo. La retórica verbal que proclama esta superación del pasado, repetida sin cesar, fue, en rigor, el trabajo del pensamiento en la “Era”.

Tras la caída del régimen de Trujillo se abrió ante nuestros ojos, en un periodo relativamente corto y brusco, la desmesurabilidad de una época que sacaba a la luz contradicciones que habían ido madurando a lo largo de cientos de años. La muerte de Trujillo significó nuestra incorporación tardía a las corrientes del pensamiento universal que se nos había escamoteado. Al país llegaron las ideas del pensamiento social que habían germinado en el mundo americano en los años veinte. Marxismo, sociología, economía política, arte comprometido, y hasta una nueva visión de la historia comenzaron a difundirse, en medio de una febril actividad sindical y de organización de partidos políticos, estremecidos todos por la gran movilidad social que caracteriza la época.

Por primera vez figuras intelectuales ejercían, al mismo tiempo, el magisterio político. Juan Bosch y Juan Isidro Jimenes Grullón perfilaron de inmediato una correspondencia entre práctica política y pensamiento, cuya influencia trasciende hasta nuestros días. Corpito Pérez Cabral, recién llegado al país con una aureola de intelectual de izquierda, acaparó una corriente del pensamiento de inspiración marxista, pese a que su libro La comunidad mulata se convertirá, unos años después y tras la decepción de la guerra de abril de 1965, en una recuperación inexplicable de las diatribas contra la identidad del dominicano y la tesis de la inviabilidad de la nación, del siglo XIX.

Esa gigantesca movilidad social tuvo también una reacción jacobina contra la interpretación de la historia, y el arte y la literatura entroncaron violentamente con los acontecimientos a partir de una práctica escritural que aspiraba a relacionar el espíritu con la historia en movimiento. De esas jornadas surgirán movimientos como el de “Hacia una nueva interpretación de la historia”, poco después de la segunda mitad de la década de los años sesenta, en el cual toda la historiografía fue sometida a profundo cuestionamiento, a partir de los métodos diversos de las ciencias sociales que habían entrado al país. Historiadores como Franklín Franco, Emilio Cordero Michel, Hugo Tolentino, Roberto Cassá, y otros, influidos por el método del materialismo histórico, comenzarán a desmontar toda la historiografía tradicional. E intelectuales de la categoría de Frank Moya Pons iniciaron entonces lo que es hoy ya una visión total del proceso histórico dominicano, desde una intelección que se basa no sólo en la búsqueda de las fuentes documentales tradicionales, sino en el cotejo de fuentes diversas, en el testimonio de la oralidad, y en la interpretación. Así como en el registro de la prehistoria que, en la figura señera de Marcio Veloz Maggiolo, acumula una bibliografía contundente.

Es difícil abarcar en un breve esbozo el numeroso grupo de intelectuales dominicanos que cierra el siglo XX en plena producción. Bastaría citar, entre muchos otros, a pensadores y creadores del nivel de Carlos Esteban Deive, Fernando Pérez Memén, Enriquillo Sánchez, Manuel Núñez, Federico Henríquez Gratereaux (empecinado en delinear una teoría sobre la dominicanidad), Pedro Delgado Malagón, Bernardo Vega (recopilador y analista de la más basta bibliografía sobre Trujillo), José Israel Cuello, Diógenes Céspedes, Wilfredo Lozano, Rubén Silié, José Rafael Lantigua, Manuel Matos Moquete, Pedro Peix, Mukien Sang, Tony Raful, Juan Daniel Balcácer, José Chez Checo, Rafael Emilio Yunén.

A partir del conjunto de determinaciones históricas que sucintamente hemos tratado de presentar, los intelectuales dominicanos en el siglo XX libraron su combate. Pesimistas, en la mayoría de los casos. Atrincherados y humillados pretendiendo dar cuenta de la posfactualidad del poder. Amanuenses, ancilares de palacio o burdos apologistas de lo que sea. Escudriñadores silentes del devenir, o parias rencorosos. En la aventura espiritual de la dominicanidad, nada hay más parecido a la patria que sus intelectuales.

Quizás el primer pensador dominicano que se aproxima a la conformación de un sistema ideológico, sea el doctor Américo Lugo. Sus ideas son la expresión más problematizada del hostosianismo viviente en el seno del trujillismo que nacía. Se negó a construir un pasado oficial aún a riesgo de su vida, y dio un ejemplo de verticalidad en su postura nacionalista, al asumir, frente a la intervención norteamericana de 1916, la dirección intelectual del rechazo a las tropas de intervención, y proclamar el no-reconocimiento de los actos jurídicos del poder interventor.

Fuente: Diario El Siglo, República Dominicana, diciembre 1999

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