MUCHA ESPUMA Y POCO CHOCOLATE: REPÚBLICA DOMINICANA: EL MITO POLÍTICO DE LAS PALABRAS, DE ODALÍS G. PÉREZ
El amigo Odalís G. Pérez nos hace entrega --literalmente, pues nos lo puso en mano autografiado y todo-- de su último libro, República Dominicana: el mito político de las palabras (Manatí, 2004). Éste es un libro donde él repite la fórmula que estrenara en Nacionalismo y cultura en la República Dominicana (2003), la cual podría resumirse, en palabras sencillas, y que son suyas propias, en la supuesta oposición existente entre la “cultura-monumento” y la “cultura-movimiento”, o, como lo expresa más abiertamente, la “cultura desde arriba” y la “cultura desde abajo”.
Les recordamos a los lectores que, en su posición, Odalís acepta la segunda y rechaza la primera. Todo el libro del 2003 estaba dedicado a la elucidación de esa tesis. Aquí, en el presente libro, dicha tesis se encuentra sólo como trasfondo, y se supone que lo que él quiere hacer es profundizar la discusión y, más aún, brindar pruebas contundentes de lo que dice, o sea, pruebas acerca de la viabilidad de la “cultura desde abajo” y la total inutilidad de la otra cultura, la “desde arriba”. Se puntualizarían así ejemplos concretos tanto respecto a la una como a la otra.
Sin embargo, cuando abrimos este libro y emprendemos su lectura, nos encontramos con que, aparte de la discusión inicial, llamémosla “teórica”, en la primera parte, y una especie de conclusión bastante nebulosa en la quinta parte, donde Odalís nos engalana con sus sibilinos discursos semióticos de siempre, la reseña de un libro y la presentación de otro que siguen esa misma tónica, nada verdaderamente concreto se materializa como pruebas indiscutibles de sus aparentes fulgurantes nociones.
En efecto, cuando pasamos de la parte introductoria, con todo ese discurso supuestamente iconoclasta que atacaría la llamada “cultura-monumento” o “cultura desde arriba”, y creemos que ahora, por fin, nuestro amigo nos va a brindar las pruebas, nos va a nombrar en letras marcadas con su fuego vengador a los responsables de ese funesto bochorno que sería dicha cultura, he ahí que aparecen sólo dos nombres que deberían cargar con el pesado madero de todos los desmanes que en la literatura y la crítica dominicanas se han dado y siguen dándose “desde arriba”. Como reza el dicho, la montaña parió un ratón.
Entiendo yo que se explica, desde cierta perspectiva, que Odalís ataque la obra de Andrés L. Mateo, pues éste es un escritor e intelectual dominicano reputado “de primera” y prácticamente el representante más a la vista en las letras nacionales. Que a nuestro amigo no le agrade, y que eso sea porque Andrés formaría parte de la “cultura-monumento”, podemos entenderlo sin problema alguno. Es como decir que, al hacerlo, está atacando algo así como una institución, una determinada manera de ser y de actuar, y, de nuevo, toda una obra-- en la ensayística, en el periodismo y en la novelística. Hasta aquí se justifica, pues, aunque Odalís se niegue a verlo así, Andrés es alguien que tiene peso dentro del ambiente intelectual de su país.
Sin embargo, ¿qué decir cuando nuestro amigo pasa a la cuarta parte de su libro, “La miseria de la crítica literaria”? Ahí encontramos tres pesados ladrillos que le tira al desdichado Di Pietro. ¿Y por qué? Por éste haberse permitido poner por escrito, en forma de dos reseñas, sus opiniones acerca de La ideología rota y Nacionalismo y cultura en la República Dominicana. Nada más. Dedicarle tantos hirientes epítetos a un pobre infeliz que, como él mismo explica, es simplemente un fantoche creado por una “pandilla”, a un mal escritor, a una persona sin método ni preparación para opinar, a un aprovechador de premios literarios inmerecidos, etc., no tiene ningún sentido. Es, sin lugar a dudas, como querer matar a un mosquito disparándole con un cañón.
Porque, si a Andrés L. Mateo lo podemos considerar como una institución en el medio cultural y literario dominicano, no importa si perteneciente a la “cultura desde arriba”, según la tipología de Odalís, no es de ningún modo posible hacer lo mismo con Di Pietro. En efecto, en términos de la cultura y de la literatura dominicanas, éste prácticamente no existe. Ante la innegable y abarcadora presencia de Andrés, es un mero fantasma. No se entiende, pues, toda esa importancia que, a través de sus tres pesados ladrillos, Odalís insiste en brindarle.
Antes que nada, por ejemplo, nuestro pobre infeliz de Di Pietro nunca ha dicho que es un crítico literario ni jamás lo ha pretendido. Si alguna vez ha hecho uso de ese apelativo, fue como un simple expediente para salir de apuros. Es más, y que conste, en reiteradas ocasiones hasta se ha dado el lujo de mofarse de la misma crítica literaria, diciendo que nunca la lee porque la encuentra completamente aburrida. Y en su mente, no pocas veces afloró la peregrina idea de Oscar Wilde, que decía que, en fin de cuentas, el crítico es sólo un artista fracasado y, por ende, digno de la más profunda lástima a causa de su impotencia creativa. Precisamos, pues, que Di Pietro siempre ha dicho que es un “lector” y que, tras sus “lecturas”, le gusta poner en blanco y negro sus opiniones acerca de lo que ha leído. Que estas opiniones escritas no le gusten a Odalís, y con él a otros más, poco importa porque, a pesar de que Di Pietro las publique, siempre las escribe por puro deleite personal, y no para satisfacer el gusto de nadie.
Por consiguiente, que Odalís considere a Di Pietro uno de los representantes de la crítica literaria en la República Dominicana es un craso error y hasta una grave afrenta a los verdaderos críticos literarios del país. Si nuestro amigo quiere atacar a un crítico, que se busque a Diógenes Céspedes, a Manuel Matos Moquete, a Bruno Rosario Candelier o a José Alcántara Almánzar, los cuales sí se consideran críticos y se definen como tales.
O sea, que, al final, Odalís está dando palos a ciegas y contra un enemigo imaginario, pues, como es obvio y como decimos, Di Pietro no es ninguna institución en las letras nacionales. En efecto, no ve a sí mismo como tal, ni tampoco le interesa serlo en lo más mínimo. Lo que quiere decir que está contento con lo que es, un simple “lector” al cual le gusta leer libros, comentarlos y después, si se presenta la ocasión, publicar sus opiniones.
Por eso, carece de cualquier importancia decir, por ejemplo, que Di Pietro no tiene un método crítico. Muy por el contrario, lo tiene y siempre ha dicho que es el ecléctico. Para esa gente que toma la crítica literaria con tanta seriedad que hasta le causa problemas de estreñimiento crónico, éste, lo admitimos, es un método poco respetable, pero, al fin y al cabo, es un método tan válido como cualquier otro. No todo el mundo posee la capacidad o la inclinación para el método semiótico, que sería el que Odalís no sólo acepta, sino que considera el único viable. Al así actuar, todos los demás que no se atienen a ese método son automáticamente candidatos a la hoguera como resultado de una verdadera inquisición literaria y cultural.
Como quiera que sea, vamos a dejar atrás este discurso sobre los varios gustos en la crítica literaria y regresamos a lo que es el meollo de la posición de nuestro amigo.
Odalís sostiene que existe una “cultura desde abajo”. Dice que siempre ha estado ahí. También dice que está “en construcción”. Pero, bueno, si siempre ha estado ahí, ¿cómo es que, después de tantísimo tiempo, todavía estaría “en construcción”? ¿Será que ha estado ahí sólo “a medias”? Y, de hecho, así es. Si algo está “en construcción” es porque está “a medias” en su realización. Y, ya que pasó todo ese tiempo, ¿a qué se debe que esta “construcción” aún no se acabe? Pero aquí está el quid del asunto. Para él, el problema se encuentra en la “cultura-monumento”. Esta nefasta entidad opresora, construida por las élites reaccionarias --trujillistas, neotrujillistas, fascistas, neofascistas, liberales, neoliberales, nazis y neonazis, todos términos suyos--, se encarga, a través del dominio del Estado, de que esa cultura “en construcción” nunca termine de construirse. ¿Cómo? Ocupando todo el espacio social y asfixiando las legítimas aspiraciones de las masas, los excluidos, los marginados, los desheredados, los desposeídos o como quiera que, siguiendo sus preferencias, los llame.
Ahora bien, si existe una “cultura-monumento”, con sus escritores y sus obras, también tiene que existir una “cultura-movimiento”, con sus propios autores y sus propias obras representativas. Entonces, ¿cuáles son? ¿Dónde está la lista definitiva que separaría los buenos de los malos según este esquema maniqueísta? No está en La ideología rota. Tampoco está en Nacionalismo y cultura en la República Dominicana. Menos aún la encontramos en el presente libro. Por ningún lado vemos que Odalís se haya atrevido a elaborar dicha lista, para así cortar una vez y por todas el nudo gordiano del problema. Indudablemente, aquí y allá aparecen nombres y títulos que él suelta como prueba de lo que pretende. De modo que podemos decir que Manuel Núñez y Andrés L. Mateo están en la lista de los malos. También lo está el desdichado Di Pietro. ¿Céspedes? No lo está si nos llevamos de los libros, pero sí si conocemos la carta que Odalís le enviara a Areíto. Ahí, Céspedes aparece como el señor “de la boina” y un verdadero demonio de la falsedad humana. Estarán en esta lista los escritores trujillistas. Sin embargo, sorprende notar que Tomás Hernández Franco aparece en la lista de los buenos, parece que por su poema “Yelidá”. Prestol Castillo aparece en esa misma lista no tanto por El Masacre se pasa a pie, una buena novela, como por Pablo Mamá, que no vale mucho la pena. Y encontramos también a Ramón Francisco. ¿Por el libro de crítica Literatura 60? No, por La patria montonera, supuestamente un poema de la “cultura desde abajo”, pues describe los montoneros y otros presuntos desheredados de la tierra, y más específicamente porque nuestro amigo le ha dedicado todo un libro de crítica semiótica. Cabe preguntar si este poeta está de acuerdo con el reduccionismo crítico al cual fue sometido su poema.
Sin embargo, si existe cierta confusión con relación a quienes son los buenos y quienes los malos en la literatura dominicana, para Odalís existe la más amplia claridad con relación a los que estarían en la lista de los buenos cuando de historia y de cultura en general se trata. Para que seamos claros en este asunto, los santos a cuyos altares nuestro amigo quema incienso incesantemente son los siguientes: Silvio Torres-Saillant, el supuesto gran gurú dominicano del multiculturalismo en los Estados Unidos; Frank Moya Pons, autor de un destacado texto de historia dominicana, entre otras cosas; Roberto Cassá, el más importante historiador marxista del país; Franklin Franco Pichardo, analista de las ideas políticas dominicanas con tendencia hacia el centro-izquierda; Héctor Miolán, un autodenominado gestor cultural y ex miembro del MPD, ahora en gloria en Nueva York, donde elucubra por la Internet acerca de las virtudes del marxismo-postmodernismo; Miguel De Mena, sociólogo y escritor dominicano en gloria en Berlín; y, por fin, Néstor Rodríguez, ese aparente gran fenómeno de la crítica literaria actual, aunque tenga un solo libro del mismo tenor de los de Odalís publicado, profesor creo que en Toronto. Una última persona es Fidel Munnigh, considerado como un filósofo (en este país todos creen que un filósofo y un profesor de filosofía son la misma cosa), y al cual nuestro amigo le escribió el prólogo de un libro. La relación entre estos buenos y Odalís a veces es muy estrecha, como podemos ver en este último caso. A Silvio, por ejemplo, le debe la presentación de La ideología rota. A Miolán le debe una conferencia en Nueva York. O sea, que, en definitiva, cuando la investigamos muy de cerca, la pertenencia de esta gente a la lista de los buenos se revela bastante interesada.
A nosotros nos parece que reducirlo todo a este esquema maniqueísta es algo sencillamente inaceptable. Lo es porque, en fin de cuentas, dicho esquema nos llevaría a hacernos preguntas muy embarazosas, como por ejemplo: ¿Es Dante un escritor “desde arriba” o “desde abajo”? ¿Y Cervantes? ¿Y Goethe? ¿Y Milton? ¿Y Cavafis? ¿Y Montale? ¿Y T. S. Eliot? O, para ser más exactos, ¿cuáles poemas o trozos de poemas de los mencionados pertenecen a la “cultura-monumento” y cuáles a la “cultura-movimiento”? Si pasamos a los dominicanos, ocurre igual cosa. ¿Es Mieses Burgos de “arriba” o de “abajo”? Debería ser de “arriba”, pues trabajó para los Vicini, los cuales hacían negocios con Trujillo. ¿Hay poemas que se inspiran en la “cultura desde abajo”? ¿No? ¿Qué les parece ese poema que trata de Caamaño? ¿Y del Cabral, dónde lo situamos? ¿Es de “abajo” por su ridícula novela El presidente negro y su poesía negroide o es de “arriba” a causa del verbo individualista que saqueó de Krishnamurti? ¿Y qué hacemos con Pedro Mir? Tiene que ser de “abajo” porque fue marxista. Pero, ¿no le regaló una casa Balaguer? ¿Y qué de Silvio? ¿Es de “abajo” porque ataca a los intelectuales dominicanos o de “arriba” porque recibe un pingüe sueldo en Albany? ¿Cómo calificamos a Moya Pons, pasado funcionario estatal? Fue Homero de “arriba” porque describe la sociedad latifundista de la vieja Grecia y sus valores aristocráticos o de “abajo” porque cuestiona sus virtudes guerreras? Como podemos ver, con ese esquema nuestro amigo abre una tremenda caja de Pandora.
Odalís habla de los estudios interdisciplinarios. Esos estudios, que estaban muy de moda en los Estados Unidos hace unos años, ahora ya se encuentran prácticamente en desbandada. En las universidades, los departamentos de esa disciplina, al igual que los demás que tienen que ver con las humanidades, dejaron de crecer y se van a pique. En el caso de los estudios interdisciplinarios, es así esencialmente porque se estrellaron contra ese infranqueable arrecife que es el tipo de maniqueísmo propuesto en el discurso de nuestro amigo. O sea, hablaron demasiado de la “cultura desde arriba”, diciendo que era mala casi como la Gran Meretriz del Apocalipsis, y que, por consiguiente, había que extirparla como un tumor del alma de los hombres, como hablaron también demasiado de la “cultura desde abajo”, esa cándida paloma, una especie de Beatriz campesina, como la Dulcinea del desventurado don Alonso Quijano, la cual, al ser tan pulcra e inocente, había que afirmar y defender a toda costa. En otras palabras, los estudios interdisciplinarios lo vieron todo en términos antropológicos y a eso lo redujeron.
Ahora bien, si tomamos este esquema de la “cultura desde arriba” y la “cultura desde abajo” de Odalís, como retomado de los estudios interdisciplinarios (estudios que están muy cercanos al corazón de Silvio Torres-Saillant, por cierto), y lo aplicamos a la escena actual, hablando así de “cultura popular”, (o sea, “desde abajo”), podemos apreciar el hecho de que, de repente, se presenta una enorme dificultad. ¿En qué consiste la “cultura popular”, o sea, esa cultura que, con regocijo de Odalís y su gente, estaría en contacto con la gente y representaría sus más prístinas aspiraciones de redención social y espiritual? Consiste de la televisión, del cine, de las telenovelas, de los chismes de la farándula, de don Francisco, de Sábado Gigante, del Gordo de la Semana, del rap, del regettón, del perreo, del nintendo, de la pornografía, de la Internet y de muchas otras cosas afines. ¿Representan estas cosas la verdadera “cultura popular”, esa muy cacareada “cultura desde abajo” o “en construcción”? Por definición, deberían. Sin embargo, tan pronto observamos con detenimiento esas expresiones “populares”, advertimos que de ninguna forma o muy raras veces provienen y son una expresión genuina de la gente de abajo, del pueblo. Puede esa gente, ese pueblo, creérselo, sin duda; pero, no es así. Todas esas expresiones supuestamente populares provienen de conglomerados económicos que las sujetan, las inventan, las elaboran, las venden y las imponen. O sea, que esa supuesta “cultura popular” nada tiene que ver con el pueblo en sí, a menos que no sea para cogerlo de pendejo, como ocurre las veinticuatro horas del día y en todos los países, en la televisión, el cine, las discotecas, los periódicos, las revistas, la radio, la Internet y la misma literatura, a la cual se la define ahora como lite.
Además, si nos fijamos en este discurso, ¿dónde están la poesía, la filosofía, la novelística, el teatro y la cuentística populares, o sea, “desde abajo”? Es que la cultura popular que estamos esbozando, y que es esencialmente farándula en todos sus nefastos sentidos, rechaza tajantemente el signo escrito y lo sustituye por la imagen demoledora del espíritu rebelde en los seres humanos. A pesar de sus pretendidas raíces populares, la farándula es elitista en sus funciones, ya que reduce a la gente a un estado letárgico comatoso. El rap, el regettón, el perreo, la MTV, los Reality shows, cosas que se conforman tanto a la idea de una “cultura desde abajo” como la enuncia el amigo Odalís, no son sino la patética expresión de lo que el novelista Thomas Wolf definió hace tiempo como radical chic, o sea, “radicalismo de moda”. ¿Qué más elitista y decadente que un cantante de rap, por ejemplo? ¿Qué más falsos que el merengue y la bachata como ritmos internacionales? Pero, ¿qué podemos esperar de un tipo de cultura en la cual al cantautor Bob Morley se le considera un filósofo?
Por cierto, Odalís va a rechazar todo lo antedicho, y va a insistir que la “cultura desde abajo” o “cultura-movimiento” no es igual a la farándula. No tiene que serlo. Lo que importa es que, al seguir las pautas de su discurso, es ahí donde irrevocablemente se llega. Si eliminamos la definición de la cultura como signo y como pensamiento, lo que es la fatal consecuencia de ese discurso, no hay otra salida que la que hemos esbozado más arriba. Lamentablemente, lo fácil siempre se impone sobre lo difícil. En el mundo de hoy, como en el de siempre, al Estado le conviene tener un pueblo compuesto de seres humanos con la cabeza del tamaño de un guandúl, y de ninguna manera de seres humanos que defienden su individualidad, su libertad y su dignidad a través del esfuerzo mental y espiritual que requiere toda verdadera cultura.
Lo cual nos lleva --para terminar-- a otra observación importante-- la crisis de la cultura en nuestros tiempos. Esto es algo que, metido de lleno dentro de su posición maniqueísta y a lo sumo preocupado por definir quiénes son los buenos y quiénes los malos, Odalís no advierte en lo más mínimo.
Tradicionalmente, las clases altas monopolizaban la cultura. Primero la aristocracia y después, ya con el Renacimiento y más tarde con la Revolución francesa, las clases medias entendieron la cultura como poder y legitimación del poder político, y, además, como una forma de prolongarse en el tiempo, o sea, como una manera de alcanzar la inmortalidad a través de los monumentos (pirámides, templos, estatuas, palacios, jardines, poemas, tratados históricos y filosóficos, retratos al óleo, etc.), esto es, como un modo de asegurarse el recuerdo mediante la gloria. Es por eso que, en el pasado, siempre se habló de “la posteridad”, llegando casi a deificar ese concepto, pues era esa “posteridad” la que otorgaba dicha gloria.
Cuando habla de “cultura-monumento” y “cultura-movimiento”, el discurso de Odalís está inmerso todavía en ese mundo tradicional. El problema es que, desde nuestro punto de vista, ya ese mundo está casi en vía de extinción, gracias en gran medida al maniqueísmo del concepto exclusivamente antropológico de la cultura que encuentra resonancia en su tipo de discurso. Como resultado del auge de los medios de comunicación de masas, especialmente del cine, la televisión y ahora la Internet, desde 1960 en adelante se ha ido borrando cualquier noción de lo que es la cultura en términos de ideas y de sentimientos. A esta noción se le ha ido sustituyendo paulatinamente la otra noción de una cultura compuesta únicamente de la imagen y del sonido, con el añadido de la supremacía del concepto de la cantidad sobre el de la calidad. Por consiguiente, las clases pudientes, que otrora necesitaban la cultura para acaparar el poder o legitimarse en él, como también para darle sentido a la existencia humana, ahora no la necesitan, pues tienen a su alcance medios más poderosos, económicos y eficaces para hacerlo. La televisión, el cine, la música popular, los videos, los juegos de nintendo, la Internet-- todo eso les proporciona un indiscutible dominio sobre las masas. A la gente se le da acceso a estas cosas para que no desarrolle extrañas ideas, como esa de pensar por su propia cuenta, de cuestionar su sociedad o de buscar alternativas intelectual y espiritualmente más dignas en su vida. ¿No es todo esto cultura “desde abajo”, “cultura-movimiento”? Así se los hacen creer. Y, al no existir ya una cultura fuertemente anclada en el pensamiento y la crítica, en el individualismo a ultranza contra el Estado, la gente se lo cree. Las clases pudientes actuales tienen entendido que, al igual que en una vasta colonia de termitas, en este mundo todos somos consumidores, de arriba hacia abajo. ¿Hay que darle sentido a la vida? Simple: ¿Consumo? Ergo, existo. ¿Qué más se necesita saber? Tanto a Dios como al demonio los encontramos cada día de nuestra aburrida existencia en el supermercado y en el Shopping center. Y si estos lugares son virtuales, mejor aún.
¿Qué queremos decir con esto? Simplemente, que nuestro amigo Odalís está gastando su tiempo y sus energías en un discurso completamente desfasado. Ya no existen “arriba” o “abajo”, “monumento” o “movimiento”. Existe sólo el presente campo de batalla donde la cultura, esa cultura que es pensamiento y es sentimientos, tiene que defenderse de la insidiosa y profundamente inmoral barbarie de este mundo posmoderno.
Odalís, amigo, enlístate en esta trascendental batalla y no te pases toda una vida desperdiciando tu intelecto hablando de santos y demonios, como cualquier inquisidor de la Edad Media. Gente como tú, revisando un poco sus ideas y manera de ser, pueden contribuir mucho a que esa enorme marea de mediocridad y estupidez que es el mundo de hoy no se vuelque sin misericordia con su furia destructora sobre nosotros, destrozando y aniquilando así lo poco que los seres humanos han logrado construir en su triste y sangrienta historia-- su cultura, su civilización. Deja que el arado sepulte los huesos de los muertos, escribió William Blake en los proverbios de El matrimonio del Cielo y del Infierno. O sea: deja de pensar en el pasado y concéntrate en el presente, para crear así el verdadero futuro de la humanidad.
©Giovanni Di Pietro
(29/6/04)
THE FARMING OF BONES, DE EDWIDGE DANTICAT
TEORÍA DE LO ÉTNICO
[Giovanni Di Pietro]
Sin lugar a dudas, en los Estados Unidos lo étnico está in, o sea, está de moda. Basta con mirar al gran éxito que ha tenido Julia Álvarez con sus libros. Basta con mirar al éxito de muchos otros escritores-- Sandra Cisneros, Esmeralda Santiago, Ami Tan, Junot Díaz, etc., para darse cuenta de esto. Muchos de estos escritores son de origen suramericano. Los hay también centroamericanos y asiáticos. Faltaba sólo una etnia-- la haitiana. Y ésta ha llegado ahora, con los libros de Edwidge Danticat. Porque, en efecto, no todo es étnico en ese país. La literatura producida por las minorías ameroindias, por ejemplo, no es parte de lo étnico. Tampoco sería parte de lo étnico lo que podrían producir minorías provenientes de Europa. En otras palabras, en los Estados Unidos muy a menudo lo étnico tiene mucho que ver con las conveniencias políticas (politically correct, se dice) del momento. Son esas conveniencias políticas las que hacen de lo étnico algo aceptable y respetable.
Para nadie es un secreto que las minorías centro y suramericanas, como también las minorías asiáticas, han adquirido un enorme poder político y económico en estos últimos años en la sociedad norteamericana. Este poder hace que puedan imponer lo suyo como nunca antes. Y hace que todo el mundo, desde los grandes consorcios comerciales hasta las academias, se interesen en lo que producen. Puede ser comida típica, música o literatura, no importa. Si es rentable política y económicamente, estará in, estará de moda, y es, pues, rápidamente adoptada como parte del mainstream cultural prevaleciente.
Esto de ninguna manera quiere decir que a lo étnico le falte calidad o valor. Sin duda, tiene tanto una cosa como la otra. Los libros de Julia Álvarez, de Sandra Cisneros, de Esmeralda Santiago, de Ami Tan, etc., son cosas cuya calidad y cuyo valor están a la vista de todos. Pero esto no le resta al hecho de que pertenecen esencialmente a una moda. Y las modas, que conste, van y vienen, no son algo estable. Hubo un tiempo, por ejemplo, entre los años sesenta y setenta, en que lo étnico quería decir principalmente lo referido a la minoría de color. Esta era una minoría que adquiría cada día más cierto poder político y económico y que, por consiguiente, la sociedad tenía que tomar en cuenta. Y así se hizo. ¿Dónde está lo étnico de la minoría de color ahora? Prácticamente desapareció del mapa de las preocupaciones de la sociedad norteamericana, una parte absorbida en el mainstream tradicional, otra parte, simplemente rechazada, por haber perdido ya su viabilidad.
En el caso de Haití, toda esta situación cambia. No se puede, en verdad, hablar de una minoría haitiana que adquiere poder político y económico en los Estados Unidos. Ni tampoco se puede hablar en términos de una minoría en sí, ya que la comunidad haitiana en ese país es sumamente pequeña cuando la parangonamos con las minorías centro y suramericanas y las asiáticas. Para que lo étnico se aplique a esa minoría también, el juego tiene que ser otro al que hemos esbozado con relación a esas otras minorías. Y es, indudablemente, otro.
Como todos dicen y repiten hasta la saciedad, Haití es el país más pobre del Hemisferio Occidental. Los malos gobiernos y una serie interminable de catástrofes ecológicas lo han llevado a eso. Tiene un gran exceso de población. A diferencia de otros pueblos, a esas pobres almas que componen el pueblo haitiano no les ha sido posible la emigración. Lo que ha habido de emigración, ha sido casi exclusivamente hacia la República Dominicana. Otro país pobre, éste. Pero donde la pobreza no alcanza la miseria que es de Haití. Últimamente, los acontecimientos políticos han expuesto Haití a la atención internacional. Tropas de la ONU reestablecieron en el mando al padre Jean Bertrand Aristide, Presidente derrocado, y todavía sigue ahí una fuerza de paz. Haití es un país convulsionado en todos los sentidos. En un Occidente próspero y postmoderno, Haití es su conciencia. Si todo anda a las mil maravillas en este mundo neoliberal, ¿cómo es que ese país está como está? Si el mundo es ya un mundo próspero, ¿cómo es que los haitianos siguen siendo los olvidados de la tierra?
La falta de respuestas exactas a estas preguntas ha hecho que a ese mundo “alegre” de hoy se le pueda notar una tendencia hacia la mala conciencia. Haití es todo lo que ese mundo pretende que ya definitivamente dejó de existir. La miseria y los malos gobiernos, el desastre ecológico, la tragedia de la emigración de gentes pobres hacia los países ricos, la persistencia y hasta la intensificación de la discriminación y del racismo, etc., todo lo que el mundo postmoderno dice que se quedó en el pasado, habiéndose terminado con el mismo “fin de la historia” --y la historia humana, que se sepa, no es más que dolor--, lo encontramos vivo y palpitante en Haití. De ahí, la mala conciencia. Es la duda constante, en ese mundo “alegre”, de que, en efecto, la historia no ha llegado nada a ningún fin. Es la realización patente de que en este “mejor de los mundos posibles” del postmodernismo todavía se encuentra el dolor de un pueblo desamparado.
Ese otro juego de lo étnico en la sociedad norteamericana se encuentra aquí, en esta coyuntura. En ese país desarrollado, la mala conciencia hace que, por razones “humanitarias”, o sea, para acallar la voz oculta de la acusación en su contra, lo étnico termine por extenderse también ahí donde normalmente no se extendería nunca.
Ahora bien, este discurso no es válido solamente en el caso de Haití. Puede ser válido en el caso de cualquier otro país que se encuentre en similares circunstancias. Lo étnico --repetimos-- está in. Está de moda. Pero lo étnico puede estar in, puede estar de moda, hasta con los pueblos olvidados, si es que eso ayuda de alguna manera a ameliorar los embates de la mala conciencia. ¿No estuvo de moda lo étnico en el caso de Etiopía, durante la espantosa sequía, con su subsiguiente hecatombe en vidas humanas, a finales de los años ochenta? Y ahí se puso en movimiento toda la maquinaria farandulera norteamericana, elaborando lo étnico en esa melosa, y ahora del todo olvidada, canción-- “We are the world, we are the children...” Pasada la crisis inmediata, ¿dónde fue a parar esa manifestación gigantesca de lo étnico? El olvido y la indiferencia se encargaron de sepultarla para siempre.
Esto explica, en parte, la presencia de esta novela de Edwidge Danticat, The Farming of Bones (Penguin Books, 1998). En la publicación de esta novela se movieron muchos actores, y éstos van desde Bernardo Vega, embajador dominicano en Washington, y Barnard College, el prestigioso colegio de la Universidad de Columbia, hasta Junot Díaz y Julia Álvarez. Una serie de gentes intermedias también tomaron parte para que la publicación se convirtiera en una realidad. El mismo hecho de que saliera publicada por Penguin Books, ya es algo que mueve a reflexión. O sea: con Haití bajo la mirada de la atención internacional, con Haití que levanta su dedo acusador en contra del mundo “alegre” postmoderno y su bella fábula del “fin de la historia”, esto es, del fin del dolor de los pobres, la mala conciencia, como es obvio, actuó rápido su mecanismo compensatorio. Si lo étnico está in, si está de moda, vamos a extender, por razones “humanitarias”, lo étnico también a Haití. Y he ahí cómo se aparece Edwidge Danticat con su novela, una historia de amor, de miseria, y, por junta, con el cuco ideal, el cuco de lo que el mundo era antes, mucho antes de la supuesta “perfección” de hoy, cuando la historia ya llegó a su fin-- es el cuco que se encuentra en Trujillo y su masacre de 1937. “Miren lo que ocurría antes. Miren lo que hacían las ideologías,” dice este discurso postmoderno. “Pero en el mundo de hoy, con el neoliberalismo globalizador, ya eso no ocurre.” Y no ocurre, según esta lógica, porque ya lo étnico está in, está de moda. Y lo étnico también se aplica, milagro del “humanitarismo” de ese mundo, a Haití.
Decimos esto porque, en fin de cuentas, como se colige de toda la gran fanfárria mercadológica que ha habido alrededor de este libro, no es verdad que esta obra de Danticat sea una gran cosa como novela. Es que se la escogió para llenar un vacío dentro del discurso de lo étnico. Como no hace mucho, por ejemplo, se escogió Drown, de Junot Díaz, por esas mismas razones, esta vez llegando hasta el absurdo de meterle medio millón de dólares en el bolsillo a su autor para que escribiera una novela. También en ese caso la gran fanfárria mercadológica ocultó la pobre calidad del producto. O sea, tanto en el caso de Danticat como en el de Junot, lo étnico se impuso por razones externas a lo que conforma la buena literatura. Por razones de política y de mercado, en el caso del escritor dominicano; por razones “humanitarias”, en el caso de Danticat. Y si podemos aceptar como normal el juego de lo étnico en el primer caso, creemos que hay algo fundamentalmente inmoral en el segundo. Inmoral, no porque lo étnico haya respaldado a una novela de muy modesta categoría; inmoral más bien porque, como hemos explicado, lo “humanitario” de lo étnico no es más que una manifestación de mala conciencia. Al serlo, al final no lleva a nada constructivo. Llevará solamente al olvido y a la indiferencia, como al olvido y a la indiferencia llevó en el caso de Etiopía.
En la historia del hombre, al ser expresado en una forma literaria, el dolor se impone sólo y cuando el resultado sea excelente en términos estéticos. El dolor no se impone a través de una moda. Tiene que ser a través de algo genuino y trascendental. Los grandes libros que cambiaron la historia, la cambiaron porque fueron grandes libros, y de ninguna manera porque estuvieran de moda. Lo étnico, con relación a la novela de Danticat, trata de imponer el dolor a través de una moda. Y eso no puede ser. Si The Farming of Bones fuera de verdad esa novela excelente que la fanfárria mercadológica dice que es, entonces bien, no existiese ningún problema. Sólo que, desgraciadamente, no es así. Se toma una novela de muy modesta categoría, y se le achaca la responsabilidad de representar lo que es el dolor de todo un pueblo. Al hacer esto, no resiste al peso que esa responsabilidad implica, y ese pueblo que está ahí representado en su dolor termina perdiéndolo todo. Si lo que estamos leyendo no vale la pena como obra válida, ¿valdrá la pena el mensaje de dolor que nos está tratando de comunicar? En la mayoría de los casos, se asume automáticamente que no lo valdrá.
LA COSECHA LITERARIA DE DANTICAT
¿Por qué decimos que The Farming of Bones es una novela de muy modesta categoría? Simplemente porque, al leerla con detenimiento, nos damos cuenta de varias cosas que no le funcionan a Danticat. Excepción hecha del protagonista central, Amabelle, y quizás también de Yves y uno que otro más de los personajes menores, los demás protagonistas de esta novela son creaciones extremadamente superficiales. Basta con mirar al personaje de Valencia, o al personaje de Pico, o al otro de Sebastien, por ejemplo, para saber en lo que estamos. Son personajes que no despegan nunca. Pico, en su crueldad, es un personaje borroso y de cartón. Así Valencia. Sebastien no pasa de ser el simple esbozo de un personaje romántico. Ocurre igual cosa con el personaje del doctor Javier. Es superficial el personaje de Papi.
Otro asunto negativo son las situaciones creadas por Danticat. Casi todas, a excepción de la descripción de la masacre de 1937 y cómo Amabelle e Yves la experimentan, son situaciones programadas que no dejan nada al juego narrativo en sí. Eso del accidente en el cual muere Joel, al inicio de la novela, por ejemplo, o eso de la reacción de Pico a ese accidente, como también eso de los mellizos de Valencia --uno blanco y el otro de tez oscura--, ¿qué son, sino situaciones programadas para que surtan ciertos efectos? Como es obvio, en esto se ve sólo la mano inexperta de una novelista principiante.
El manejo de los diálogos es uno de los elementos claves en cualquier novela buena. Aquí, en The Farming of Bones, por lo menos en su primera mitad, los diálogos tienden a ser aburridos e infantiles. Creemos que se debe a dos cosas. Primero, a la falta de experiencia de la novelista, y, segundo, posiblemente a la técnica que quiere emplear, la cual se supone que consistiría en reproducir al inglés las modalidades del habla creole. Un estudio lingüístico del texto podría aclarar este argumento, confirmándolo o hasta rechazándolo.
Esto de lo que es la primera y lo que es la segunda mitad de la novela de Danticat es importante. Al leer atentamente toda la novela, nos damos cuenta que su calidad mejora considerablemente ya al iniciarse el capítulo 28. Es, en efecto, como si estuviéramos leyendo dos clases de novelas-- la primera, sin ningún valor literario de que hablar; la segunda, con un valor literario loable. Esto se nota hasta en su nivel lingüístico. El lenguaje de la segunda mitad de la novela no es exactamente el mismo que encontramos en su primera mitad. En la primera mitad abunda la tendencia a reducir el habla creole al inglés; en la segunda, el inglés es la base misma del texto, y un inglés --añadimos-- bastante literario y lírico en su naturaleza. Que The Farming of Bones se divida en esa forma hace que fracase como una obra narrativa valida.
La tesis de la novela de Danticat es obvia. Trata de la igualdad que debería existir entre los dos pueblos cuya historia está narrando-- el pueblo haitiano y el dominicano. Se asume desde un principio --y el recuento de la masacre de 1937 será el eje de esto-- que son los dominicanos que no quieren aceptar como iguales a los haitianos. El dominicano sería el pueblo rico; el haitiano, el pobre. Ya que los dominicanos son ricos, son explotadores. La explotación es cruel. Y la crueldad no es más que racismo. Sin embargo, que conste, Danticat no introduce el tema del racismo en la novela. Podemos notar sus tenues rastros en el personaje de Pico, cuando rechaza su hija Rosalinda, de tez oscura, y le prefiere a Rafael, el blanquito que muere. Para Danticat se trata más bien de prejuicio y de discriminación por razones de pobreza.
Esta tesis de la igualdad entre los dos pueblos es --creemos-- muy sensata de parte de Danticat, aunque también un tanto parcializada. Antes que nada, no es verdad que el dominicano sea ese pueblo rico que se pretende que sea. Si de objetividad histórica se trata, sabemos que, en ese período, el pueblo dominicano era tan pobre como el haitiano y vivía, además, bajo una cruenta tiranía. En este sentido, pues, tanto el pobre haitiano como el pobre dominicano eran iguales en su indigencia. Admitimos que el pobre haitiano puede ser considerado como aún más pobre del dominicano. En fin de cuentas, ese pobre era un emigrante y se exponía a todos los vejámenes a los cuales son expuestos los emigrantes. Pero aquí estaríamos hablando esencialmente de grados de pobreza, y el hambre es hambre, no importa cuál sea su grado.
Que se quiera decir que había explotadores dominicanos, ya es otra cosa. Si decimos que éstos eran los ricos, entonces estaríamos en lo cierto. Y estaríamos en lo cierto al decir también que eran crueles explotadores. O sea: hay que distinguir. No podemos caer en un fácil maniqueísmo en el cual el malo es el dominicano y el bueno es el haitiano, algo que sí ocurre a lo largo y ancho de toda la novela. Hay dominicanos malos y dominicanos buenos, como también hay haitianos malos y haitianos buenos, pues está en los hombres ser una cosa u la otra, y ambos, dominicanos y haitianos son, indudablemente, hombres. ¿Acaso no es malo Tibon, en la novela, cuando le pega a un niño dominicano y le sigue pegando cada día porque no quiere decir lo que él quiere que diga, o sea, que los haitianos son iguales a los dominicanos? ¡Vaya manera de establecer la igualdad entre los dos pueblos!
Así que si Danticat está en lo cierto al no jugar la carta del racismo --por lo menos en esta novela--, no lo está en ese esquematismo que establece entre un pueblo bueno, el haitiano, y otro malo, el dominicano. O a lo mejor, si nos fijamos en la última parte de la novela, cuando Amabelle regresa donde Valencia y se encuentra con el hecho de que ésta no la trata como pensaba que la iba a tratar, como una hermana extraviada, entonces podemos acusar cierto racismo al revés-- los dominicanos no sirven porque no quieren ser nuestros hermanos. Son todos racistas por esta razón. Sin embargo, este discurso nos deja olvidar que, en verdad, estamos hablando de diferencias de clase, entre Valencia que es rica y aristocrática, y Amabelle que, por su inmensa desgracia, socialmente hablando, no existe. No es, pues, un discurso que explicaría tanto el racismo dominicano, como tampoco el racismo al revés haitiano.
En otras palabras, para evitar el maniqueísmo, siempre se hace inprescindible precisar las cosas, poniendo el punto sobre las ies. Es que el maniqueísmo no construye nada. No ayuda nunca a resolver problemas o a mitigar el dolor de la gente.
NACIONALISMO LIBERAL Y NACIONALISMO TRUJILLISTA
Pero ahí está la matanza de 1937, la cual habla por sí sola, con una elocuencia ominosa. La matanza se daría porque toda la cultura política dominicana la preparó, parece decir esta novela de Danticat. Y el gran culpable, desde el inicio, sería el nacionalismo dominicano. Por eso, el militar que lleva a cabo la matanza se llama Pico Duarte. Pico implica agresividad, como la de un gallo de pelea, por ejemplo; Duarte es una obvia referencia al nacionalismo dominicano en sí, el cual empezaría con Juan Pablo Duarte y los demás padres de la nación dominicana. El nacionalismo dominicano es violento con relación a Haití, es así cómo anda el discurso. Siempre lo ha sido. La nación Dominicana es antitética al muy sufrido pueblo haitiano. Entonces no se trata sólo del Generalísimo Trujillo; las cosas van más lejos, coenvuelven un rechazo a toda la cultura política dominicana. Es esa cultura política lo que hizo posible la matanza de 1937. Si no hubiera habido un nacionalismo dominicano, no habría ocurrido la matanza.
Este es un discurso simplista. Antes que nada, el nacionalismo dominicano original --no nos cansamos de repetirlo-- era de índole liberal y no tenía nada que ver con el nacionalismo estúpido de la tiranía de Trujillo. Que lo querramos o no, en la misma base de todo nacionalismo --inclusive del haitiano-- está el problema de la identidad cultural de un pueblo. Las naciones que tenemos surgieron de su lucha contra otras naciones opresoras. La República Dominicana surgió, pues, en oposición a Haití, o sea, luchando en contra de esa nación opresora para establecer su libertad, no importa las graves fallas que esa idea pudo haber contenido desde un principio. ¿Hubiera existido Haití como nación independiente sin recurrir al nacionalismo haitiano, lo cual hizo que el pueblo luchara contra Francia? Claro que no. Entonces, si esto es válido para Haití y lo es para las demás naciones, ¿por qué no puede serlo también para la República Dominicana? Cada cual defiende lo suyo. Hasta en este “alegre” mundo postmoderno globalizado, donde se supone que ya no deban de existir las naciones, encontramos naciones --los Estados Unidos, la Unión Europea, el Japón-- que defienden lo suyo a rajatabla.
La matanza de 1937 se debió a la mente desquiciada de un acomplejado como lo fue Trujillo y a la indoctrinación nacionalista que le impuso a los dominicanos para que aceptaran el endiosamiento de su figura como sinónimo de esa falsa patria que representaba. No se debió al pobre desgraciado dominicano que no tenía de qué comer, no podía ni siquiera salir de su país, y era triturado a diario por la represión y el terror en lugares como “la 40”, “el 9” y Nigua, para mencionar sólo algunos. De nuevo, hay que precisar las cosas y no caer en el maniqueísmo. Es maniqueísta decir que los dominicanos son responsables de lo que ocurrió en 1937. Los que son responsables son Trujillo y sus seguidores criminales, sin importar si estos últimos creyeran en la tiranía o simplemente se quedaran indiferentes ante ella; no es responsable todo un pueblo, ese pueblo cuya gran mayoría sufrió la represión y el terror en carne viva.
En otras palabras, de no haber habido un Trujillo, con su clase de nacionalismo estúpido, tampoco hubiera habido matanza. Culpar a toda la cultura política dominicana de lo que ocurrió es erróneo. En The Farming of the Bones, Danticat cae en este error tan común y, además, tan acomodaticio que hasta existen sectores políticos dominicanos, dentro y fuera del país, que lo hacen suyo. Que los dominicanos tienen que arreglar el asunto de su relación con Haití es más que evidente. Son dos pueblos hermanos, sí; pero lo son porque ambos sufren la miseria y el abandono producido por los “políticos bocones” (el término es de Andrés L. Mateo) de ambos lados de la frontera que, desde siempre, han preferido azuzar la discordia para aprovecharse y así llevar a cabo su propia agenda particular. Y esto, como es obvio, implica que les compete a los mismos haitianos arreglar su asunto con relación a la República Dominicana. La reciprocidad de intenciones sinceras acabaría con el maniqueísmo de un lado y con el falso nacionalismo del otro.
Sin embargo, Danticat no parece ver nada de esto en su novela. Por falta de experiencia como novelista y por prejuicios maniqueístas, hace que Valencia venga a significar la República Dominicana, blanca y pura, ya que es hija de Papi, un rico emigrante español (= la herencia hispana), y que es, por consiguiente, prejuiciada en contra de Amabelle, la pobre hermana indigente de tez negra, o sea, Haití, sirvienta en vez de ser libre e igual. Hace que Duarte (= el nacionalismo dominicano, la cultura política dominicana) sea un antihaitiano rabioso que causa y lleva a cabo la matanza de 1937, olvidándose convenientemente, claro está, de las diversas invasiones militares de la República Dominicana llevadas a cabo por Haití, con sus respectivas matanzas. Hace que el pueblo sea mulato (= la niña Rosalinda), pero que pretende ser blanco (= el niño Rafael), tratando así de eliminar lo negro (= la herencia africana). Y si existen dominicanos sensatos (= el doctor Javier), éstos son desplazados fácilmente por tipos malos como Pico (= ahora, el militarismo dominicano).
Con esta clase de procedimiento, de nuevo, no llegamos a nada. No gana Haití porque, a través de su novela esquemática, Danticat está manipulando el discurso y falsificándolo en parte; no gana la República Dominicana porque, el dominicano que lee esta novela, y se encuentra con personajes como Pico Duarte y con cosas como el tipo de discurso que se lleva a cabo, nada aprende del dolor de su vecino más cercano, y tampoco logra ver lo importante que es entender que entre su dolor y el dolor de su hermano haitiano no hay ninguna diferencia, ya que es el dolor de dos pueblos hambrientos y miserables, presas de tantos y tantos “politicos bocones” --nacionales e internacionales-- que los han llevado a ese callejón sin salida en que se encuentran viviendo desde largo tiempo en sus respectivas sufridas historias.
Concluimos diciendo, pues, que, a pesar de toda la gran fanfarria mercadológica norteamericana de lo étnico que lleva respaldándola detrás de sí, The Farming of Bones no es, todo sumado, esa gran cosa que se pretende. No lo es porque son pocos los méritos que tiene como una novela propiamente válida. Tampoco lo es, o no lo es aún más, por el discurso maniqueísta que desarrolla y que hemos tratado de trazar a lo largo de este análisis. Esto de ninguna manera quiere decir que Danticat no sirva como novelista. Por el contrario, juzgando a The Farming of Bones desde la perspectiva de su segunda mitad, creemos que tiene habilidades creativas y lingüísticas de sobras que muy posiblemente la llevarán a escribir cosas excelentes en el futuro. Ojalá que sean cosas más ponderadas en términos de su contenido ideológico y que, además, logren disociarse de lo étnico como medida “humanitaria”, ya que eso es algo indigno de cualquier pueblo, y en especial del pueblo de Haití que tanto ha sufrido y sigue sufriendo en este mundo a lo sumo injusto en el cual tenemos todos la desgracia de tener que vivir.
©Giovanni Di Pietro (22/6/00)
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