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miércoles, 23 de enero de 2008

El violín de la adúltera

De "AREÍTO"
Hoy. com.do © http://hoy.com.do/article.aspx?&id=140102

CRITICA
Intelectualidad e inteligencia


Ser inteligente implica poner nuestras facultades y talentos al servicio de la vida y hacia la convivencia


[LEÓN DAVID]
Nada tengo en contra de la inteligencia, pero desconfío abiertamente del individuo que alardea de su intelecto. Aunque inteligencia e intelecto no suelen recorrer caminos separados, es poca cuanta insistencia pongamos en subrayar que ambos sustantivos están lejos de nombrar la misma cosa. Cometeríamos un error de a folio, no por frecuentemente perpetrado menos peligroso, confundiéndolos.

Para poseer inteligencia no se precisa usufructuar la condición de intelectual… Por vía de ejemplo, -ejemplo que será, espero, suficientemente ilustrativo como para no requerir la compañía de otros-, cualquier tosco labrador del campo puede llegar a exhibir más clarividencia y lucidez que un reconocido académico. He aquí, sin embargo, que, en aleccionador contraste con la acaso imprudente aseveración que acaba de resbalar de los puntos de mi pluma, entre la infinidad de intelectuales que conozco no abundan aquellos a los que quepa con razonable certidumbre distinguir en virtud de una notable y singular inteligencia. Porque –atrevámonos a decirlo sin titubeos- el poder de discriminación conceptual con que vinimos al mundo es una cosa, y otra enteramente distinta el uso que del mismo acostumbramos hacer…

Sostengo, en efecto, por más heterodoxa o disparatada que pueda lucir esta opinión, que no es por mor de las óptimas facultades cerebrales de que disponemos que nos hacemos acreedores al título de “inteligente”, sino que, en justicia, el otorgamiento de pareja distinción va a depender, antes que de la brillantez de la mente, del fin que persigamos con semejante capacidad de entendimiento.

No se me oculta que lo abonado de manera harto enfática en los renglones que anteceden, desborda los cauces tradicionales por los que suelen deslizarse las ideas a la hora de ponderar cuestión tan delicada como la que, dando prueba de ligereza, se me ha ocurrido poner en candelero. Empero, cuanto más inspecciono asunto, más inclinado me hallo a arrimarme al expresado parecer; al extremo de que no acierto a vislumbrar cómo podría nadie recusar tan palmaria verdad.

Reitero: aun cuando pueda sonar estrafalario dictamen a los oídos hechos sólo para lo convencional y sólito del hombre de a pie, la inteligencia no es medio sino fin. Mas he aquí que propendemos a considerarla desde una mera perspectiva instrumental y desde un punto de vista estrechamente egocéntrico…, lo que, a mi criterio, revela escasa sensatez. Pues de nuestras potencias cerebrales cabe hacer doble uso: podemos, comenzando por nuestra propia persona, mejorar la realidad o dejar las cosas tal como están si bien salta a los ojos su viso insatisfactorio y lastimero. Dependiendo de que haga lo uno o lo otro me convertiré en un individuo perspicaz o apenas en uno de esos intelectualoides del montón.

Ser inteligente implica poner nuestras facultades y talentos al servicio de la vida; lo que importa de manera primaria y fundamental enrumbar nuestras energías intelectivas hacia una convivencia no conflictiva, donde las discrepancias individuales contribuyan a enriquecer al grupo, en donde quienes me rodean tengan la posibilidad de desarrollar a cabalidad sus potencialidades, donde la realización espiritual del otro sea condición sine qua non de mi propia plenitud espiritual, donde la confianza, el estímulo y la creatividad sean cotidiano sustento, donde el amor –no el gastado vocablo, no la fantasiosa aspiración- sino su manifestación concreta, tangible y permanente, sea más importante que la verdad a secas; o, si así nos place, que la única verdad definitiva y no sujeta a estéril controversia sea el solidario apego a la criatura humana y a la vida… Porque ¿de qué me sirve el brillante cerebro si con él, en vez de hacer más feliz y transparente la existencia de mis semejantes, añado más leña a la hoguera del rencor, la agresividad, la envidia, el celo y, para compendiar, el cúmulo de miseria y podredumbre que nos agobia?

Quien sólo sabe pensar, por hermosas y excitantes que nos parezcan sus razones, piensa siempre para justificar su inacción. Cuando la argumentación lógica se coloca en el rostro la máscara de una sustitutiva explicación, se torna auto-complaciente, se transforma en racionalización inconsciente de la propia inaceptable actitud y, por ende, desfigura los hechos hasta hacerlos irreconocibles mediante el poder mistificador del lenguaje simbólico. Henos entonces no ante un hombre inteligente, sino ante un vulgar espécimen de intelectual.

Al intelectual se le reconoce a las primeras de cambio porque, de ordinario, no hay nadie en el mundo a quien admire él más que a sí mismo; detesta las actividades manuales y rehúye cualquier labor que imponga el menor esfuerzo físico; se le escapa la relación entre su corporalidad, su lenguaje gestual, su expresividad y su mente racional, y no cura en absoluto por adentrarse en sí mismo, por descubrir los mecanismos sutiles mediante los cuales, al igual que la marioneta, es manipulado en función de las metas deshumanizadoras de la sociedad en la que vive y a la que a menudo, no sin descaro y a la fresca, se permite censurar. El intelectual, en el fondo, no es más que un crítico impotente. Y cuanto más impotente se siente, más critica para que nada cambie… Por descontado, al incurrir en pareja conducta obtiene ciertas satisfacciones vicarias; consigue sentirse superior a los demás y despreciar a cuantos no rinden parias a su talento; le gratifican los elogios más o menos insinceros, más o menos interesados de quienes a su discurso se avecinan… Empero, al cabo y a la postre, no conseguirá otra cosa el intelectual de tal calaña que tejer puntada a puntada el paño de su propio descalabro. La potencia analítica, la capacidad para el pensamiento abstracto cuando huérfana de entrega, de asombro, del sentido exultante de una misión trascendente de alcance universal es como un afilado cuchillo que aprieto contra mi propia garganta.

©Juan José Jimenes

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Ángela María Dávila: una mujer deshilacha por el tiempo

[Miguel Ángel Fornerín]

La poesía, si es buena, y no hay otra, siempre será un efluvio, una sorpresa, un acto prometeico. Es decir, un fuego robado. Ella nombra lo innombrable y hace surgir lo inasible. Esto pienso luego de leer el libro póstumo de Ángela María Dávila, La querencia.

Es Dávila una voz extraordinaria de la poesía que comienza a ser publicada en los años sesenta. Brilla junto a Marina Arzola, en un nuevo decir, en un sentir y vivir al borde la las palabras. Es una sensibilidad que crea un ritmo propio. Lamentablemente a ambas autoras, la vida les pasó su factura. Y las huellas existenciales marcaron su poética y la limitaron. Dávila cruza los años setenta y podría verse junto a otras, no menos destacadas mujeres de la poesía.

La poesía de Ángela María tiene fuerza propia; porque tiene un ritmo nuevo. Es un huracán que muestra dos niveles de la creación lingüística: el nivel culto de su formación, en donde está la estética de los sublime y el nivel popular en el que se enquista para ser sumamente irreverente, para cortar con el mundo burgués que esa generación combatía. Así la poesía de Dávila es combatiente contra las ideologías de la época, contra la moral establecida, contra la instauración de cierta manera de ver el mundo que se instituía en lo cotidiano. Rompe con la moral y llega más allá de Julia de Burgos.

Rompe con las ideologías del machismo y se revela como una mujer con voz que modela su decir como un nuevo paradigma. De ahí su irreverencia sexual que rompe la moral y las ataduras de la escritura femenino. Asume una femineidad sin restricciones y sin la limitación que las nuevas ideologías feministas establecen. Asume su condición de mujer desde cierta orilla, amando, existiendo como mujer en un mundo integral y sin refugiarse en la otra orilla.

Y no es eso solamente, Ángela María Dávila va en contra del lenguaje. El sententa postuló un nuevo lenguaje poético. Una cotidianidad vista dentro de los movimientos urbanos y su relación con lo político. El nuevo lenguaje fue una crítica al código lingüístico. Que no se quedó en lo puramente semántico sino que anduvo por los senderos del grafema y la fonética, dándole fuerza a la oralidad. Así que hay una nueva expresión poética irreverente en el plano ideológico: moral, sexual y lingüístico, en una poeta que plantea un ritmo que fluye entre lo sublime y lo popular, lo culto y lo procaz.

Para concluir con una comparación, sólo encuentro esa fuerza poética en la nicaragüense Gioconda Belli. Léase La querencia para reencontrar a una voz inusitada de la poesía puertorriqueña y disfrute la poesía a conciencia de que por aquí anduvo, la mejor, la gran poesía en el decir de una mujer “pobre y negra”.

[dávila, ánjelamaría: La querencia. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2006, 198 págs.]

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SUBRAYADOS: El lenguaje de la poesía

"León David afirma en El lenguaje de la poesía que el científico conoce y el poeta sabe. Afirmación importante, pues nos lleva a delimitar el saber científico del saber poético. Mientras que el saber científico es analítico, es decir esta basado en las inferencias de la razón, el saber poético es sintético, sólo dado en la luenga relación del hombre con su entorno. El saber poético expresa lo racional y lo que para algunos podría ser inefable. En su visión de la poesía como conocimiento, León David rompe lanzas a favor de un conocimiento intuitivo del poeta, conocimiento que lo sitúa como el número uno en su tribu. Esta defensa de la poesía, que en poco más o menos, cien páginas hace León David nos permite ver una discusión sobre el lenguaje poético, sobre el lenguaje de la poesía y más una defensa de la poesía clásica frente a la moda vanguardista que pretende constituirse en la única poesía. Y es, también El lenguaje de la poesía, una defensa de la práctica poética del autor. Creo que busca desmarañar una práctica y una escritura y más una valoración de la poesía que niega la historia del escribir.

Al darle el valor que tiene la poesía y al colocar al poeta en el centro de la tribu, el poeta también niega la idea de que la poesía es pura palabrería, como parece imponerse en un mundo dominado por el lenguaje y las acciones pragmáticas. La poesía desde su propio lenguaje es también la expresión de la belleza, de lo profundamente humano y, también, comprensión del mundo que no se queda en un conocer sino en un saber del hombre. Yo saludo este discurso sintético de León David, pues muestra con galanura la persistencia de sus cavilaciones sobre un tema en el cual todos parecemos repetirnos, pero que, por la misma materia de la que está hecho, queda como un asunto inconcluso e insondable.

[David, León. El lenguaje de la poesía. Santo Domingo: Editora Universitaria, 2007, 107 págs.]

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La narrativa de René Rodríguez Soriano

"El cuento de René Rodríguez Soriano es definitivamente una narración que tiene como espacio la ciudad, dentro de un juego espacial, que se aprecia cuando un personaje pasa de Santo Domingo a Milán, en un viaje maravilloso. La ciudad no es solamente el espacio en esta cuentística sino que es narrada como problema el estar ahí del sujeto que vive con sus contrariedades. La ciudad en la promoción del ochenta es vista desde la perspectiva de la ciudad en crisis, como espacio del sujeto problematizado por la economía. Hay algunos cuentos de René Rodríguez Soriano que tocan la provincia, el mundo provinciano que no hace más que ver el contrapunto espacial, ya que la República Dominicana ha vivido una emigración y los habitantes de la ciudad rememoran su pasado campesino.

Es la ciudad de la clase media, la que presenta un perfil distinto a lo que han sido configurados en la novelística del realismo social. El escritor no parece intentar mostrarnos un mundo de personajes subalternos que hay que redimir, sino que estos aparecen un atascadero. Es así, como si fuera una fatalidad. Son personajes que no encuentran salida, viven atrapados en su propio mundo, sin fe ni esperanza. No quieren ser ni héroes ni santos. No tienen aspiraciones sociales, ni reflexionan sobre la sociedad.

En el caso del cuento “La radio”, este es el único cuento que nos presenta de manera frontal el tema político y social como una forma de buscar los pasos perdidos, de darnos las coordenadas del pasado. Es un cuento excepcional porque rehace un pasado a través de la figura de la radio personificada. A la vez que nos presenta la historia de un personaje y de una familia va realizando la crónica de una época. Es importante porque nos muestra la historicidad, como el acontecer cotidiano, como un tiempo registrado, filtrado por la memoria, que logra encontrar una cierta identidad entre el tiempo y el personaje que realiza la génesis.

Otra particularidad de esta narrativa es que tiene una conciencia de la narratividad. Esa conciencia se ve en el dominio de las técnicas. Ya no busca seguir a Bosch como maestro, sino que realiza con gran libertad un performance técnico. Los cuentos de Rodríguez Soriano están narrados desde distintas perspectivas. Los personajes son narradores que encarnan la problemática. Y dan a la realidad una cierta mirada. Desde la segunda y tercera personas hay en la narrativa de Rodríguez Soriano un diversidad de voces, masculinas y femeninas, que son las que focalizan la narración.

Si hay un elemento que particulariza esta narrativa es el lenguaje. René Rodríguez es el más poético de los cuentistas dominicanos. No solamente existe en su cuentística un giro poético, como sucede en Néstor Caro (“Un hombre llamado Sándalo”), Lacay Polanco y Pedro Peix, sino que el cuento se monta en la expresión de un ritmo poético. Y esto va a ser dominante en toda la cuentística de este auto. La poeticidad de su cuentística es muy particular ya que el lenguaje adquiere una elaboración muy inusitada, estableciendo un ritmo en la narración que no deja que dependa tanto de la acción, es decir de lo narrado, sino de la narración misma, del lenguaje, de la poesía. Y este logro es uno que hay que valorar pues la literatura es lenguaje y desde la fundación del cuento, el miedo a perder el foco de la acción y su flecha, parece que impidieron una narrativa poética. Los autores se deslizaban en un lenguaje directo y frío. Como se puede notar en Bosch, Marero Aristy y Caro. Poco a poco va cediendo de Caro a Lacay Polanco, de éste a Pedro Peix y a René Rodríguez Soriano.

El lenguaje también plantea otro aspecto interesante. Ya en la década de los cincuenta el cuento dominicano comienza a dejar la imitación del lenguaje campesino para encontrar un lenguaje literario generalmente realista o neorrealista. Esa imitación es poderosa en Bosch, Marrero, José Rijo y Néstor Caro, comienza a cambiar con el último libro de Caro, Sándalo, pero se mantiene en los cuentos de Lacay Polanco (Punto sur), para desaparecer con los cuentistas del setenta, Virgilio Díaz Grullón, René del Risco y Miguel Alfonseca. En los cuentos de René Rodríguez Soriano hay un lenguaje citadino que se muestra un tanto en las voces y en los personajes. Pero, como no intenta representar lo dominicano, como no existe un plan redentorista en este escritor, el lenguaje sólo presenta la propia realidad de la época y nos pone frente a otros elementos: la presencia de las lenguas extranjeras, como el inglés, el francés y el italiano a través de la música y el cine.

Los personajes de Rodríguez Soriano habitan el mundo urbano. Y tienen pocos contactos con el campo. Muestran la apertura de la dominicanidad hacia otras zonas. La República vive en el pleno desarrollo de su diáspora. Y muestra que vive en una sociedad de consumo muy cerca de Estados Unidos. Así que la influencia de bienes de consumo extranjeros también se expresa por el modo lingüístico. Y esto se puede demostrar, además, por la presencia de profesiones liberales como la publicidad."

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LA CRÍTICA DE HOY EN ATISBOS AL ANIMAL FIERO Y TIERNO

DE LETICIA FRANQUI ROSARIO




Franqui Rosario, Leticia

Atisbos al Animal fiero y tierno

San Juan: Alas, 2006

Por Miguel Ángel Fornerín

La crítica literaria actual, deudora de los grandes maestros del siglo XX (Nuevos críticos, estructuralistas, post-estructuralistas y posmodernistas) se ha establecido en la academia, y contando algunas excepciones, ha sido un ejercicio que ha se ha mirado así mismo, ha creado su propia conceptualización y lenguajes. Pero su problema capital, a mi manera de ver las cosas, ha sido que ha perdido el norte, cuando se ha enmarcado en su propio metalenguaje y ha tenido como resultado una crítica críptica

Pero estos defectos de la críticas que prolifera en los momentos que corren, en los que se abandona el uso del criterio, no son los que particularizan el libro Atisbos al Animal fiero y tierno de la joven estudiosa Leticia Franqui Rosario. La autora, quien entra con pesos firmes en este dominio, compone un texto crítico claro, que, sin dejar de lado el horizonte de la crítica actual, sabe iluminar el texto con erudición y sabiduría.

La autora realiza una lectura de libro de Ángela María Dávila en la que profundiza en las complejidades del texto literario desde su propia constitución semántica y simbólica. Reflexiona con hondura, saber, intuición sobre el significado último de su constelación imaginaria y nos revela el intrincado mundo del texto desde una perspectiva que no es negadora de la comprensión.

No veo en este libro alardes teóricos ni deseos de impresionar al lector con teorías poco digeridas. Por lo tanto, creo que la autora muestra una forma poco corriente. Porque se introduce-además- en el mundo simbólico del libro y en mundo mito que Dávila nos poetiza y en las filiaciones a que ésta pertenece. La pertinencia del estudio no se queda atrás: Animal fiero y tierno es unos de los libros más significativos de la poesía puertorriqueña escrita por mujeres. Hacía falta que alguien lo abordase y sintetizara su significación a partir de un ejercicio de criterios en el que se revelaran las posibilidades significativas de la obra de Dávila.

Por su plan de leer este libro como un universo simbólico de Ángela María Dávila, este libro no estudia la importancia de de la poeta en las letras puertorriqueñas de hoy, pero se constituye en una invitación al estudio de una escritora muy singular. Leticia Franqui Rosario da muestra del ejercicio de una nueva crítica, o de la crítica de siempre, aquella que ilumina el texto y que hace que crezca antes nuestros ojos lleno de posibilidades significativas. Es una crítica que enriquece, piensa, profundiza y reflexiona sobre el mundo a través del texto literario.

El autor ha publicado Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana, 2004.

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EL VIOLÍN DE LA ADÚLTERA, DE ANDRÉS L. MATEO

[por: Giovanni Di Pietro]

Acabamos de leer la más reciente novela de Andrés L. Mateo, El violín de la adúltera (Norma, 2007). Como siempre, es indiscutible el hecho de que Andrés sabe escribir una novela. Los personajes, la trama, el desarrollo y la ambientación le funcionan. Y, como es obvio, a estas cosas hay que añadirles el estilo. O sea, que Andrés no falla en su oficio, y sus novelas, inclusive ésta, tienen todas sus cartas en regla. Lo cual explica, por cierto, por qué se sitúa entre los mejores novelistas nacionales.

Ahora bien, es indiscutible también el hecho de que Andrés es muy repetitivo en su temática. A tal punto, diríamos, que podemos afirmar que, en cierto sentido, él está escribiendo prácticamente la misma novela desde que escribiera la primera, Pisar los dedos de Dios. Cambian los protagonistas. Cambia más o menos la ambientación. Cambia la trama. Pero se queda siempre igual, o sólo con minúsculas variaciones, la temática.

Somos de la opinión que un autor puede hacer todo lo que le viene en gana. Tiene pleno derecho a hacerlo. Y lejos de nosotros, pues, decirle o dictarle a Andrés lo que tiene que hacer en sus novelas. Pese a esto, creemos que, para nosotros como crítico, es más que válido poner de relieve el asunto que mencionamos. No para indicar una falla; más bien, como una manera de encontrar un hilo conductor que acompañaría toda su producción como novelista. Si sabemos que ésta es una constante en sus novelas, quizás podamos entenderlas mejor.

El tema que continuamente se repite en las novelas de Andrés es el del protagonista central que busca cierta madurez que le falta en la vida. O es porque es un adolescente, como, por ejemplo, en Pisar los dedos de Dios. O, como en La otra Penélope y La balada de Alfonsina Bairán, porque tiene que madurar en términos políticos. O, como en este caso, porque necesita desarrollarse en términos psicológicos.

Decíamos en el pasado que los protagonistas centrales o los protagonistas narradores de Andrés siempre se encuentran ante el dilema de tener que escoger entre la acción política, que implica una ideología, y la acción individual, que automáticamente implica el rechazo de esa ideología o la imposibilidad de aceptarla a plenitud. En este segundo caso, decíamos, el protagonista quizás refleje una indecisión propia en el mismo autor: si aceptar una ideología para cambiar la realidad o enfrentarse a esa realidad sólo a través del individualismo. O sea, que, en las novelas que escribía en esos tiempos, se trataba de escoger entre el marxismo y el existencialismo.

En efecto, en todas las anteriores novelas de Andrés, la tensión entre estos dos polos se nota con mucha facilidad. Esto es así porque están montadas sobre esa dicotomía, y una dicotomía que, en fin de cuentas, formaba parte del propio autor e, indudablemente, se manifestaba en su actuación personal ante la vida.

Lo nuevo de El violín de la adúltera es, pues, que desaparece por completo el elemento ideológico. Ya no se trata de escoger entre la acción política y la acción individual. El marxismo, como muy bien sabemos, dejó de existir. Lo que quiere decir que, en el presente, ya no se madura como antes en términos ideológicos. Al desaparecer ese polo, el protagonista de esta novela, Néstor, simplemente recae sobre sí mismo y lo que busca es esencialmente la madurez psicológica. ¿Por qué?

Porque, al desaparecer el polo ideológico, que era el marxismo, también desaparece aquel que se encontraba en todas las novelas anteriores como posible alcance de la madurez, esto es, el polo representado por el existencialismo. Vivimos, harta decirlo ya, en un mundo donde nadie no solo no toma decisiones (lo que el existencialismo pedía que hiciéramos), sino en el cual nos sentimos más cómodos que las tomen los demás (una autoridad cualquiera) por nosotros. O sea, que en nuestros días, al final, el individualismo dejó de estar de moda igual que el compromiso ideológico.

Esto explica porque el protagonista central de la presente novela esté tan encerrado en sí mismo. Su problema no es un problema político o existencial; es uno exclusivamente psicológico. Por eso lleva un diario y la novela se reduce a nuestra lectura de ese diario. En muchos casos clínicos (y el de Néstor, aunque no lo parezca, es claramente un caso clínico), sabemos que el psiquiatra le pide al paciente que lleve un diario para así sortear sus emociones contradictorias y confundidas.

Pues bien, en El violín de la adúltera, el protagonista central tiene que crecer emocionalmente, pues lo que pasa es que se quedó en la etapa adolescente de su desarrollo. Esto lo sabemos por lo que ocurre en la primera parte de la novela, cuando, junto a sus dos amiguitos, Néstor visita a la prostituta Mercedes mi Gusto con la intención, como se dice, de hacerse hombre, pero sólo, como él mismo admite, para no poderlo hacer. El trauma que resulta de esa triste experiencia se queda con él. Néstor lo interioriza y lo lleva consigo hasta su vida adulta, cuando se casa con Maribel. Siente este hecho como una vergüenza y una falta de hombría. O sea: no se siente maduro, y eso a pesar de estar casado y, aparentemente, desenvolverse sexualmente de forma normal.

Creemos que hay que fijarse en el hecho de que Néstor y Maribel no tienen hijos. Los hijos implican madurez y futuro. Responsabilidad. El protagonista central no conoce nada de esto. A su edad, todavía tiene una fijación por su etapa de adolescencia. De ahí su interés por las estrellas del cine mejicano y, más revelador aún, su obsesión por las tetas de Ligia Monsanto, como lo evidencia su diario. Su primera experiencia sexual con Maribel, antes de lo ocurrido con Mercedes, también lo subraya. Acepta que Maribel lo masturbe durante la misa del domingo y, sin embargo, cuando le enseña su cuerpo desnudo, no sabe qué hacer ni reacciona. Es indicativo que en su pelea con su esposa, ésta lo insulte llamándole un “pajero”. Y es indicativo, además, su asociación con Elso, el maricón de la oficina en la Voz Dominicana. No es que esté interesado en esa desviación; es que, para él, la tendencia de Elso representa exactamente esa etapa de la adolescencia que nunca superó.

Lo que acontece en la novela tenemos que verlo, entonces, desde esta perspectiva psicológica. Las cartas anónimas que Néstor recibe funcionan casi como si se las inventase él mismo, ya que son cosas muy nebulosas. Sin embargo, en su inmadurez, las acepta como si fueran el evento definitivo de su propia existencia. Absurdamente, sigue la necia sugerencia de Elso para que visite el Trocadero y se entreviste con el poeta Héctor J. Díaz. Tiene que enseñarle una de las cartas para que le aconseje qué hacer. El consejo es bien simple: ¡Póngase los pantalones! ¡Enfréntese al amante de su esposa! En cierto sentido, no es más que una burla, pues el poeta está borracho y sólo le regala uno de sus tristes poemas. Pero Néstor lo toma todo con una gran seriedad, y, en efecto, visita al profesor de violín, improbable amante de Maribel. Lo que quiere decir que, psicológicamente hablando, Néstor no está muy desarrollado. Si lo estuviera, no se haría el ridículo ante su supuesto rival, nada más que una simple máscara de la Commedia dell’arte, con peluquín y todo.

Como quiera que sea, esto nos subraya el hecho de que su problema es psicológico y que tiene, pues, que madurar en términos emocionales. Esto es así también porque todos los demás protagonistas actúan de una forma muy diferente a la suya. Maribel, por ejemplo, sabe lo que quiere desde niña, y lo prueba con su mano bajo la mantilla en la misa del domingo. Margarita demuestra madurez a través de lo que le ocurre a su familia, la cual tiene que exiliarse por razones políticas. Héctor J. Díaz vive su propia vida loca. Santamaría logra, por fin, sobreponerse a su tiránica mujer, llegando así a ser un “hombre nuevo”. Elso no sólo acepta la vida que le impuso el destino, sino que, tras su suicidio por amor, hasta termina en gloria como el brujo reconocido del barrio. Ligia Monsanto, al final, se le enfrenta con cara pícara, diciéndole que sabe muy bien lo mucho que desde siempre desea sus tetas.

O sea, el único que se quedó en su etapa de adolescencia es Néstor. Cuando, por ejemplo, Maribel encuentra la carta de Margarita con sus labios estampados encima y se le enfrenta celosa, Néstor sólo permanece enmudecido, como si hubiera hecho algo malo de verdad, en vez de rebelarse, ofreciendo explicaciones o poniéndola en su sitio, como toda persona madura hubiese hecho. Es que esa triste experiencia con Mercedes lo marcó de forma indeleble, y, de ahí en adelante, se sintió cobarde ante la vida. Y eso es, en efecto, lo que repite constantemente en su diario, que no tiene ni nunca tuvo valentía. Tampoco llega a confiarse con nadie. Es Elso a demostrarle por primero compasión a causa de los anónimos. Él se queda sólo anonadado. Por eso, si nos preguntamos por qué Maribel sale con su violín cada día y qué es lo que hace, sería absurdo pretender, como Néstor lo pretende, que es porque tiene una relación adúltera con el profesor Casteleiro. Lo que ocurre es que, en toda probabilidad, Néstor es una persona que no sabe entregarse a los sentimientos, lo que hace que ella busque consuelo en el profesor de violín, un paisano de sus padres, que sí sabe de sentimientos.

Entonces, ¿qué significa ese violín? Significa exactamente esos sentimientos que, como adolescente al fin, Néstor todavía no logra captar en la vida. Puede, sin duda, relacionarse sexualmente con Maribel, pero es siempre como si algo no encajara en el asunto. Es por eso que, como sabemos por el diario, en sus adentros la acusa de ser puta y de haberlo sido desde siempre, aunque ahora esté casado con ella. Para los Cicilio, ese violín no era sino esos sentimientos; profundos sentimientos, pues se remonta a varias generaciones, como también al pueblo natal. Esto explica por qué, al final, ni siquiera es necesario saberlo tocar. Lo que cuenta es que se quede en la familia. Como el profesor Casteleiro le explica, “El violín es igual a un potro salvaje, hay que saberlo domar.” Y agrega: “Le recomiendo tener paciencia, señor, porque nadie se hace virtuoso de este instrumento de un día para otro.” (pág. 136) Para terminar: “La gente piensa que la música es sólo sonido, pero es también silencio, no se podría apreciar el sonido sin esa zona de silencio.” (pág. 137) Y, despidiéndose: “Tenga paciencia,” le dice, “quizás la sensibilidad de ella trabaja la música sólo desde el silencio. Algún día, le aseguro, la escuchará tocar.” (pág. 137)

O sea, que, consistiendo de sentimientos genuinos, la vida se vive sólo una vez que maduramos, cuando dejamos definitivamente atrás nuestra etapa de adolescentes. En efecto, todos los demás protagonistas de la novela lo han hecho. Por el bien o por el mal, pero lo han hecho. Maribel, por ejemplo, se casó con él y le aguanta su inmadurez. Margarita tuvo que huir junto a su familia. Elso, Santamaría, Ligia Monsanto, todos tienen las riendas de la vida en sus propias manos. No así Néstor. Se ahoga en esos ridículos anónimos, y, como cualquier adolescente, empieza a escribir un diario. Por cierto, de vez en cuanto, logra tener destellos de madurez. Pero tiene que dar el primer paso. No puede permanecer para siempre en el mundo de Pedro Infante y las estrellas mejicanas.

El suicidio de Elso es el catalizador que empuja a Néstor hacia la madurez. Ocurre después del funeral, cuando, regresando a su casa, sale con el último anónimo sin leer y el violín de Maribel para arrojarlos al mar. Es, sin duda, un desafío tanto a los anónimos, como a Maribel. Es su declaración de independencia, puesto que significa dejar atrás definitivamente lo que estorba su vida, o sea, su etapa de adolescencia. Sólo queda el diario, pero tendrá también la misma suerte. Sabemos esto, sin duda, a través de esa idea de la “autoestima” que menciona en su último párrafo. “Cuando se hundieron por completo,” escribe, “el violín y el anónimo, me marché desbordado por mi propia autoestima, silbando esta vez a flor de labio un canto a mí mismo, y seguro de que lo que había hecho sería suficiente para ser feliz. ¡Soy feliz! Pero mañana volveré a los alcantarillados del mar Caribe, para arrojar también este Diario, sin ningún reproche, sin ningún peso en mi alma, sin ningún solapado temor.” (pág. 199)

Desde su adolescencia, siempre le había faltado esa “autoestima” que hace la madurez psicológica. Su trauma encerrado en sus adentros, ese secreto de no haberlo podido hacer que nadie conoce y que le deja sentirse cobarde, desaparece finalmente con este acto de desafío. O sea, existe una etapa de la madurez, una “nueva vida”, y ésta la encontramos simbólicamente representada en una imagen que se repite constantemente en el diario y que es el único momento en que Néstor logra sentirse bien consigo mismo. Es la imagen de las ciguas, una imagen recurrente en la novela de principio a fin. Es hacia esa meta que el protagonista central de El violín de la adúltera se dirige. Quiere ser, como las ciguas, también libre y feliz en su vida.

Para concluir, creemos que es válido preguntarnos por qué Andrés no puede o no quiere alejarse de este tipo de novela, o sea, de esa novela que trata de la búsqueda de la madurez, con un protagonista que lleva dentro de sí mismo ese dilema. Es válido porque, aunque no lo admita, este patrón repetitivo limita el alcance de su obra narrativa. Como consecuencia, toda la apreciación que podamos demostrar hacia ella recae simplemente sobre el estilo, siempre admirable e impecable, cuando, en efecto, debería recaer igualmente sobre otros elementos, quizás más sustanciosos desde nuestro punto de vista, como por ejemplo la temática.

Esta última observación, en verdad, tiene que ver con el ambiente en que escribe Andrés. En un país con tantos acuciantes problemas por delante, ¿cómo es que su narrativa, que pudiera muy bien considerar a esos problemas, no los considera? Porque, al final, el verdadero gran novelista no puede nunca quedarse ajeno al ambiente que le rodea; tiene que enfrentarse a él y, directa o indirectamente, tratarlo en sus obras. Andrés no lo hace. Por alguna razón que no entendemos, deja esa problemática para su prosa periodística, la cual, por esta misma razón y desde nuestra perspectiva, claramente termina adquiriendo más importancia que su obra narrativa.

Es posible que la respuesta se encuentre en el hecho de que, en su narrativa, Andrés se haya quedado dentro de su inicial rol como poeta, que es, en efecto, el rol en el cual se estrenó. Esto quiere decir que identifica su obra narrativa con la poesía, la cual, en gran medida, es añoranza del pasado y anhelo de perfección futura, o sea, exactamente esos sentimientos que tienen que ver con la adolescencia y sus mejores sueños. El mundo del poeta es un mundo de ideales irrealizables, esa clase de mundo que experimentamos en la adolescencia; el del narrador, por el contrario, es uno de desengaño, despiadado en sus exigencias reales. No pide sueños o perfección, sino crudas realidades, las mismas que se dan en la sociedad dominicana actual. Para Andrés, pues, regresar al pasado y a la adolescencia en su temática, es una manera de ampararse del mundo que le rodea, tan falto de ideales, problemático y complejo a la vez.

Es sólo una teoría, como es obvio. Y es como tal que la expresamos aquí.

(22/12/07)

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LAS MÁSCARAS DEL HOMBRE EN EL VIOLÍN DE LA ADÚLTERA ANDRÉS L. MATEO

Por Miguel Ángel Fornerín

Georgy Lukács decía que la novela es la epopeya de un mundo sin dioses. Podríamos decir que las almas abandonadas en su propia condición, a su propia suerte, viven la heroicidad de una vida diminuta, intrascendente; son incapaces de elevarse más allá de sus propias circunstancias; son seres marcados por un destino que los aplasta: no son superhéroes, ni adquieren el estado de contemplación a través de un ejercicio gimnástico con las virtudes, cual signo aristotélico, ni ven el deseo de santidad, que los pondría a la diestra del señor: son seres que luchan o se amilanan a su propia condición.

Sea este un punto de arranque para abrir el horizonte de los distintos sentidos que nos muestra la más reciente novela de Andrés L. Mateo, El violín de la adúltera (Santo Domingo: Editorial Norma, Colección La otra Orilla, 2007). Cuando se trata de un autor curtido en la narrativa, con un estilo propio, con una manera de enfocar la vida y la sociedad, con una cierta forma de darle el giro poético a las palabras, el horizonte de la lectura remite a unas vidas que van creciendo enfrente a los ojos del lector con rasgos extraordinarios de verismo. Talantes que sólo se encuentran en autores como Cervantes, Bosch o Tomás Hernández Franco. Es que en Andrés L. Mateo los personajes salen de la grafía a convertirse en carne que tiembla, en el espacio referido.

Una buena novela debe contar una historia. Y en eso era maestro Cervantes como Bosch, y así Andrés L. Mateo nos cuenta una historia, que no es importante en sí misma. Porque ninguna historia lo es. Lo que le da estatura significativa a la historia es su carácter trascendental. Es cuando la carne entra en contacto con la universalidad de la condición humana. En todas las novela de Mateo, el mundo social de sus personajes no es más que un mero marco en el que se desarrolla la condición del hombre: su lucha contra el destino que lo signa, contra la languidez existencial que lo hace luchar o rendirse a una vida chata y sin importancia. Es decir, que su trascendencia se encuentra en la lucha por ir más allá de una condición social y humana que lo determina en la pequeñez de su propio mundo.

Santo Domingo, o Ciudad Trujillo bajo la dictadura, es una ciudad donde no pasa nada. Una capital amodorrada. Rodeada por el este por el río Ozama, al sur por el enceguecedor mar Caribe, lleno de reverberaciones y un azul intenso; mientras al norte se elevaban los nuevos barrios del bienestar social de la Dictadura, al oeste se dibujaba la otra frontera que se divisaba en la Máximo Gómez y más allá, al este, de la vieja ciudad amurallada, el barrio de San Juan Bosco y la Fe, centro de la obra en la famosa Voz Dominicana; Santo Domingo es, en la novela de Mateo, una ciudad rígida sin más espectáculos que los hoteles de mala muerte, los cafés o los bares que dejan escuchar un bolero que gira en una vellonera y que repite hasta el cansancio, por un lado, la historia repetitiva del país, y por otro, el ciclo de amargura en el que torna la vida dominicana. Una amargura cifrada en los boleros que va desde la imposibilidad de realización política hasta el sufrimiento despechado en que se empina el amor en unas cuantas copas.

El violín de la adúltera es una obra que puede ser leída como un espejo en el que se reflejan dos rostros. Dos caras masculinas que muestran sus propias caretas. Por un lado la del licenciado Néstor Luciano Morera, burócrata, empleado de La voz dominicana y por el otro Elso, un negro tuerto, “maricón de carroza”, que, con cierta frecuencia, se aproxima al escritorio del letrado llevándole las malas nuevas de los anónimos que dan cuenta de las infidelidades de su mujer. En el horizonte de los malditos anónimos, se va despojando el licenciado de su propia masculinidad. De esa máscara que el machismo ha ayudado a construir en una sexualidad nerviosa e insegura a la que el hombre se ase como su única tabla de salvación. Por otro lado, se ve a Elso, un homosexual que ha dejado de creer en las máscaras de ser él mismo un hombre y asume, entre festivo y trágico, su otredad a sabiendas del destino que le depara su hazaña.

De ahí en adelante la novela abre innumerables horizontes de lectura. Uno de ellos, y no el menos importante, es el que se puede presentar con la presencia del general Arismendy Trujillo, dueño de La voz dominicana y quien representa esa masculinidad construida bajo el refulgir de las medallas y la sumisión del otro. El doctor Santamaría es su compadre, compueblano, su administrador y su maipriolo. Un día frente a todos los empleados, su mujer lo despojó de los signos de su hombría que enmascaran su ser. Ya él se había cansado de la Ricart Valera y ella magullada por los puñetazos de su marido, lo desnuda de su maculinidad. En su chantaje, simbolizado la relación del poder de los Trujillo, lo amenanzó.

Frente a los Trujillo, la masculinidad se hizo un asunto del poder familiar. El dominio fálico se convirtió en un monopolio del poder. La milicia daba esa sensación de poseerlo todo y de una manera voraz. Tal vez aquí resida la advocación de virgos, o el intento de desflorar que dominaba tanto al generalísimo como a su hermano, José Arismendy. Cuando el fundador de la radio dominicana entró a su estación y le pegó con la fusta al doctor Santamaría, mostraba la violencia que generaba en él la falta de ese alimento simbólico que le daba fuerza a su propia debilidad de macho: necesitaba el concurso de señoritas para envalentonar su poder. Mientras el doctor Santamaría era despojado de toda su condición de hombría.

¿Qué hay más allá de esas secuencias narrativas cuyo horizonte nos permite otear el novelista Andrés L. Mateo? La dictadura redujo a todos a la abyección que puede ser vista desde el dominio violento de una simbología que enmascara su propia condición humana. ¿Qué era el licenciado Néstor Luciano Morera sin el bochorno de saber que su mujer salía cada tarde de su casa a ensayar con un violín que no desgarraba los aires con ninguna melodía? Nada en ese mundo podía tener un valor en sí mismo. Ni la ciudad, ni el violín, ni las vidas personales. Sólo se salvaba el espectáculo. El deseo de ser cifrado en las manifestaciones de grandiosidad de los grandes cantantes mexicanos que venían cada año a participar en la Semana Aniversario que organizaba La voz dominicana y que la dictadura ofrecía como circo para un pueblo sumido en la abdicación más ruin.

Las vidas de estos personajes no tienen otra salida que desembarazarse de las pequeñeces que los atan y le rodean. Así el poeta Héctor J. Díaz, celebrado hasta su muerte, es un pobre administrador de almas en pena. Es una especie de oráculo timado por el mundo, un borracho que levanta su humanidad dando consuelo a las almas amargadas y dolientes que buscan, en un bar de poca monta, el consuelo que dejan los dolores amargos y la poesía de románticos encajes. Mientras que la esposa del licenciado Morera, además de pasar la vida buscando tocar un violín de viejo abolengo italiano, zurce cual Penélope un poncho que le haga olvidar la supuesta infidelidad de su marido, en sus días de estudiante universitario. Su marido, por otra parte, es incapaz de romper el velo que cubre su lealtad y que es carcomido por los infestos pasquines que llegan a su oficina. Nadie sabe si la perfidia es cierta; pero llega su venganza nominando a una gallina con el hombre de su supuesta rival y con la más profunda indiferencia. Lo que se dice se acepta o se olvida o se rumorea en el Diario. Pero nada es real ni verificable. Así era el Santo Domingo bajo la Era de Trujillo, la letra tenía una mágica relación con la verdad. Ella era el simulacro de la verdad enmascarada en una vida sin sentido.

En esta obra, Andrés L. Mateo nos ha conducido de nuevo a su mundo narrativo. Tal vez un novelista no escriba más que una sola novela. Pero en el caso de Mateo ésta no es una saga sino una pieza más del rompecabezas de la vida dominicana que el autor comenzó a armar en Pisar los dedos de Dios. Esta historia se comunica con espacios evocados en la primera novela, como el mundo infantil del personaje que se desarrolla en el bario Don Bosco, el conocimiento de su novia, se da en el colegio y su entrada al mundo sexual se da en un banco de la iglesia. El autor reconstruye con su mirada el pasado infantil, en una novela de crecimiento o bildugsroman, donde la voz del personaje crece en sus recuerdos de infancia y va tomando profundidad en las páginas que se narran.

Otro punto de contacto con el mundo de Mateo son la ciudad, el río y la dictadura. La presencia de su grandeza fálica. El sometimiento y la negación de la masculinidad. Aquí la vida es siempre la misma. Aunque no camina por el centro de la vieja ciudad, no narra El Conde con sus vidrieras, como lo hace en La otra Penélope. Sin embargo, en El violín de la adúltera la ciudad es un espacio de aburrimiento, el espacio de sentido chato de la vida, de unos personajes signados por el destino; en un mundo donde Díos puede aparecer al lado de la expresión más procaz de la cultura dominicana. Y donde el acto de pajear o ser pajeado se da concomitantemente a la invocación que brazos abiertos, que junto al altar, realiza el sacerdote. ¿Qué ha hecho este país para vivir tan cerca y tan lejos de Dios? Parece una pregunta retórica que el horizonte de la lectura nos permite.

Desde el punto de visita técnico, Mateo que, desde la Pisar los dedos de Dios, abandonó el experimentalismo en la novela, convencido de que una novela no está hecha de las tretas del escritor, sino de pura carne humana, como enseña Unamuno, ha logrado una novela que profundiza en un personaje que como narrador intradiegético va narrando en su diario lo que ocurre en su vida y lo hace desde una particular visión: la de un burócrata reducido a la vida chata de una oficina en una empresa de José Arismendy Trujillo. El Diario no es solamente la afloración de la relación entre el narrador que escribe y su propia vida angustiosa. No es tampoco sólo la relación de una homodiégesies en la que el pacto biográfico, como lo estableció Philippe Lejeune, se da sin que en ninguna ocasión se disocien los hechos de su narrador, por lo contrario, éste es un actante al que hay que acudir cada día para contar a un lector futuro, pero que se convierte en la única prueba de las tribulaciones del hombre que se cree burlado por su mujer. De ahí que el destino del violín vaya acompañado al destino del Diario, uno como símbolo de la infidelidad, de la falta de autenticidad de la vida dominicana y otro como la prueba de la pérdida de todo lo que esconde la masculinidad que se construye en el hombre dominicano, y que el espejo de Elso deja entrever.

El diario como técnica narrativa permite también una mayor profundización en la psicología del personaje. Acerca al lector a una historia que se hace cada vez más creíble. En cada jornada significa que no es la invención de un artificiero novelesco, sino el testimonio de un marido burlado. La constante alusiones metapoéticas al acto de escribir el diario, lejos de romper el encanto narrativo, nos muestran esa relación que existe entre la masculinidad y el silencio. El hombre es un ser llamado a llevarse a su propia tumba las afrentas que ha recibido a su propia máscara masculina. Sólo el bolero le hace girar en el recuerdo. La escritura del diario permite ese ejercicio de la memoria, que en forma retrospectiva, consiente que el autor profundice en la vida de los personajes y que, desde la prefundida de su biografía, brote el verismo y el drama que lo acercan a la condición humana.

Por otra parte, el lenguaje de Mateo es el arma principal de su particular manera de narrar. Es una lengua que se crece en el giro poético. Allí encuentra el lenguaje su mayor poder estético. Las palabras se levantan en el ritmo, las asociaciones en las que un sentido entra constantemente en otro creando cadenas significativas innovadoras, sorpresivas. Así la lectura se convierte en una montaña rusa en la que siempre hay que esperar ese subir y bajar, entre el aliento y la sorpresa. No hay secuencia narrativa en la que no parezca ese aliento poético que nutre el lenguaje sin que se pierda en ningún instante el sentido de lo que se cuenta. Las palabras se elevan en el decir poético dentro de una factura que logra una creación estética verbal de primer orden.

Como toda obra de arte, una novela debe expresar la condición humana. Las luchas del hombre en su propio sentir la vida. Las situaciones históricas y sociales no son en sí mismas acontecimientos significativos. De ahí que la historia siempre será pensada por la filosofía. De ahí el cierto desprecio que sobre la historia, como objeto de lo particular, expresa Schopenhauer en El mundo como voluntad y como representación. Como una biografía del hombre, la novela debe darnos su lucha incesante por el ser. Y no hay la menor duda que esta obra de Mateo ha logrado abrir el horizonte de una metafísica del ser. Frente al espejo los rostros de Elso, el “maricón de carroza”, negro, tuerto y brujo, y el rostro del licenciado Néstor Luciano Morera quedan al descubierto frente a su misma hombría. Éste que a poco lucha por rescatarla y el otro que la niega a favor de su propia condición homosexual. El primero termina en la negación de su diario y del simbolismo que hay en el violín de la adúltera y el segundo, muere arraigado a sus creencias mágico-religiosas.

(Del libro en prensa: Andrés L. Mateo y la aventura espiritual de la dominicanidad)

2 comentarios:

fornerin dijo...

http://critikafornerin.blogspot.com/

Arlene Griselle dijo...

SALUDOS:

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