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lunes, 9 de diciembre de 2013

LOS CUENTOS DE RAMÓN EMILIO REYES


Por Giovanni Di Pietro

Hasta el momento, a Ramón Emilio le conocíamos como novelista. Y, sin lugar a dudas, un buen novelista. Prueba de lo que decimos se encuentra en su primera novela, El testimonio, publicada en 1961, y El cerco, una novela corta, publicada en 1962 y reeditada en 2012, como parte de La estafa de seda y otras novelas cortas. Hace meses, por fin, logró publicar a través de la Editorial Círculo Rojo, de España, una novela, La luz se ha refugiado en el sendero, que comenté cuando era todavía inédita y llevaba el título más breve de El sendero, y que fue escrita en 1958. Con el presente libro, Narraciones de ahora y de siempre (Santuario, 2011), él se nos revela como cuentista. El título en sí mismo es interesante. Donde se dice “de ahora” no quiere decir que estos cuentos sean actuales en el sentido de que tratan del ambiente dominicano de hoy en día; quiere decir, más bien, que lo que tratan son temas válidos tanto en el presente, como en el pasado. De ahí, pues, esa otra indicación acerca de ellos, o sea, que son narraciones “de siempre”. Es importante entender este detalle, si queremos entrar en el espíritu de estos cuentos porque, de no ser así, su lectura pronto nos desviaría y nos llevaría inevitablemente a la conclusión de que no son cuentos actuales y, como consecuencia, no tienen la importancia que pretenden tener. Esto ocurriría, claro está, por el mucho énfasis que en estos tiempos se hace en lo que es actual en el sentido de que es una descripción de la sociedad presente y sus temas supuestamente “modernos”, los cuales siempre se reducen a la marginalidad, a los crímenes más espeluznantes y a aberraciones sexuales de todo tipo. Como ejemplo, ver los cuentos de cuentistas como Ligia Minaya y Carmen Imbert-Brugal, entre los de otros. Estos cuentos de Ramón Emilio ni tratan del ambiente dominicano actual ni de los temas que mencionamos. El ambiente puede ser el de cualquier país, aunque sí, aquí aparecen rasgos de la sociedad dominicana. Y los temas son los que llamaríamos universales, lo cual significa que, de nuevo, pueden aplicarse a cualquier país. Esto es algo que distingue marcadamente esta colección de cuentos de otras colecciones. El propósito de Ramón Emilio no es escribir cuentos para un público de estos tiempos; es, por el contrario, escribir cuentos dirigidos a un público, si así podemos decirlo, de todos los tiempos. Esto quiere decir que escribe un tipo de cuento que consideramos clásico y con un sentido preciso. El cuento actual, como muy bien se sabe, ni tiene sentido preciso ni tiene una moraleja. Se inspira esencialmente en el juego de la experimentación técnica, no
comunica sentido, y menos aún una moraleja. Entonces, el que lee los cuentos que conforman este libro sin hacerle caso a estas diferencias fácilmente concluye que Ramón Emilio está desfasado, que está escribiendo cosas ya superadas. Pero esta idea es parte de la ciega soberbia de los escritores actuales, y no amerita ninguna consideración seria detenerse en ella. Es obvio que Ramón Emilio no escribió estos cuentos en el presente. Una simple lectura nos dice que muchos de ellos se remontan a otras épocas de su vida y otros períodos de la sociedad dominicana ya desaparecidos. Por ejemplo, la misma impostación ideológica de la mayoría, donde se discute cuál es la mejor manera de llevar a cabo los cambios sociales, revela una lucha interna en el autor entre el compromiso político y una postura religiosa a la cual prefiere. Esta dinámica, sin duda, no es de hoy, sino de muchos años atrás, cuando todavía la ideología marxista y el verbo social de la Iglesia estaban en pugna entre sí. Otros cuentos revelan una pátina bíblica, y esto nos retrotrae a la “novela bíblica”, modalidad de la novela dominicana a la cual perteneció El testimonio. O sea, que Narraciones de hoy y de siempre ha sido una manera de Ramón Emilio reunir varios cuentos escritos en varias fechas. Y esto también lo ha hecho hasta de forma apresurada, lo cual explica algunos cuentos que no están bastante pulidos y debidamente corregidos en términos de su estructura y la exacta presentación de una idea. Como sostenía en un largo ensayo que le dediqué (Cf. La novela bíblica y el fin de la “Era” y otros escritos afines, Editora Unicornio, 2010), la “novela bíblica” no era de carácter religioso, sino político. Con esto, nunca quise decir que las novelas que conformaban ese ciclo no contenían elementos religiosos; sólo que esos elementos no eran predominantes y eran una simple metáfora para encubrir el antitrujillismo presente en ellas. Igual cosa ocurría con los elementos existenciales, también indudablemente presentes. Ahora bien, de los tres autores que trabajaron la “novela bíblica”, Ramón Emilio Reyes, Marcio Veloz Maggiolo y Carlos Esteban Deive, el que más se identificó con el elemento religioso fue el primero. No solo, sino que fue desarrollando, además, un marcado interés religioso, pues los otros se fueron alejando paulatinamente de él. Marcio evolucionó hacia el tema político y social; Deive, hacia el histórico. Esto refleja la clase de elección que hicieron hasta en su vida personal, ya que, a diferencia de esos amigos, Ramón Emilio, si no me equivoco, entró a formar parte de la Iglesia Cristiana Ortodoxa donde sigue hasta hoy, lo cual refuerza lo que digo aquí. Estos cuentos nos ilustran a cabalidad el proceso que menciono, ya que muchos de ellos son cuentos que tratan de reivindicaciones sociales que, en vez de llevarse a cabo a través de la rebeldía social y política, se llevan a cabo mediante un verbo que sale directamente de una perspectiva religiosa por parte del autor. Cuento tras cuento, él nos indica que la violencia revolucionaria no les proporciona a los desheredados los resultados que ellos buscan, y que es más aconsejable una actitud moderada de su parte. Esto, como podernos deducir, es una inconfundible postura religiosa, de cualquier religión. Pero esto no significa que Ramón Emilio esté dispuesto a esconder su cabeza en la arena, como el avestruz. Hay cuentos donde la tendencia ideológica en sentido político es más que evidente, y seguro que son los más viejos en la colección. Veamos un poco cómo funciona esta dinámica. En “La escalera”, el primer cuento, Alicia lo hace todo bien en su vida, ya que entiende que es la única manera de llegar hasta el último peldaño de la “escalera”, o sea, el de la escala social. Pero Alicia, como el nombre nos lo dice, por lo del libro de Lewis Carroll, es una “inocente” y no se da cuenta de que la sociedad en la cual vive no marcha de esa manera. Está llena de vivos (vivos), de oportunistas, que, al ver lo inocente que es, se aprovechan de su carácter, y siempre logran subir un peldaño más alto que ella. De modo que, no importa los esfuerzos que haga, la pobre nunca alcanzará ese último peldaño que tanto anhela. El segundo cuento, “El periódico de Aniceto”, pone las cosas en claro. Aniceto tiene un pequeño periódico que no va para ningún lado. Un día se aparece un “hombre extraño” que empieza a trabajar con él y se auto elige como su “asistente”. Aniceto no le hace caso a los consejos de su madre, quien le dice que lo que importa es vivir la vida, en vez de entregarse a una “causa dudosa”, que es la que el extraño le está imponiendo a través de la nueva línea del periódico. ¿Y cuál es esta línea? La de una confrontación ideológica, pues el extraño se la pasa acusando a los comerciantes y buscando pleitos con ellos. En otras palabras, el extraño es el militante marxista y los comerciantes son la clase media. ¿Quién dice que él tiene la razón y que la clase media está compuesta sólo por ladrones? Y es por eso que un pulpero se aparece en el periódico para castigar al extraño mentiroso. La madre de Aniceto tenía razón. Hay que llevarse bien, reírse siempre, y no buscar inútiles confrontaciones. Entonces, la “nueva vida” (nuevo amanecer) que el extraño asistente le promete a Aniceto no se fundamenta en la verdad, sino en la mentira. Y la mentira, no importa lo mucho que una ideología lo encubra, al final, es sólo otro tipo de abuso. Hay, pues, que evitar los extremos. Y este es el mensaje que encontramos en ‘El acueducto de
madera”. Los que se van a un extremo ideológico son siempre los causantes de la desgracia de todos. Don Pancho insiste en la construcción de un acueducto de madera. No quiere oír las objeciones de Eligio, quien se opone sosteniendo que el agua se saldrá por las aberturas de las tablas. Pero Eligio no se queda aquí, ya que su punto de vista no es aceptado por don Pancho, no quiere compartir su agua con el resto del pueblo. Don Pancho es la clase media; Eligio, el revoltoso intransigente. Son los dos extremos. Don Pancho quiere tanto que Eligio haga lo que él sostiene que le arrastra hacia el acueducto de madera, el cual ya está perdiendo agua –como decía Eligio– y le echa en él para que se ahogue en el agua almacenada. Eligio, en vez de ahogarse, termina por beberse toda el agua en el acueducto. En el pleito entre el uno y el otro quien sale perdiendo es el pueblo, ya que se queda sin agua en un período de grave sequía. Quien cuenta el cuento es don Inocencio, un viejo “sabio” que, como personaje, reaparece en muchos de los cuentos y es el portador del mensaje de mesura y armonía entre las clases sociales que Ramón Emilio quiere comunicar a través de sus cuentos. “El triunfo” regresa a la idea del primer cuento. Marinello es un trepador. Le gusta tanto triunfar sobre los demás que está al acecho de cualquier oportunidad para robarse las ideas de otros y así ser siempre el primero en todo. Un día Marc le dice que está disgustado con su trabajo y que va a dejarlo. Marinello, fiel a su naturaleza, decide renunciar a su trabajo primero y de este modo triunfar sobre su compañero. Es un cuento irónico, pues nos hace reflexionar acerca de lo lejos que cierta gente está dispuesta a llegar con tal de pasarle por encima a otras personas. El elemento puramente de inspiración religiosa empieza con “Más vale un amigo vivo”. A Pancho se le muere el padre y necesita un poco de dinero para completar la suma necesaria para el ataúd. Don Inocencio le ofrece sepultarle en un cajón que tiene, pero Pancho está seguro que sus amigos le van a prestar el dinero. Se va a donde Tragapán, un viejo carpintero, y no recibe nada. Se va a donde Siete, el carnicero, y nada. Se va a donde Machencha, la bruja, que sólo le ofrece la ayuda de los seres misteriosos con los cuales estaría en contacto. Pancho rehúsa, diciendo que lo del ataúd es “una cosa seria.” Todos sus amigos, cuenta don Inocencio, le fallaron a Pancho, quien, al final, termina sepultando a su padre en el cajón ofrecido por él. Más vale un amigo vivo, que muchos amigos muertos, entonces. Y “vivo” aquí quiere decir vivo espiritualmente, ya que todos los demás están espiritualmente muertos. Que hay que encontrar un acomodo social a través de la armonía y evitarse confrontaciones ideológicas nos lo dice claramente el cuento “Armonía social”. Este cuento sostiene que la actual situación social cambió, y que ya no es necesaria la confrontación (huelga), pues los patronos ahora están mejor orientados y no tienen que reprimir a sus empleados como antes, cuando sólo escuchaban a “hombres sin escrúpulos”. Hablando, negociando, es que se llega a la “armonía social”, y ésta representa el futuro (el hijo). “La cena” combina el elemento religioso con el ideológico. Este cuento nos dice que es una “locura” pensar que a través del crimen (violencia) se pueden enderezar las injusticias sociales. Es a través de la comprensión, del amor, que se hace. Elías y Daniel matan al viejo Nathan, su explotador, para quedarse con sus riquezas. Pero ocurre que Nathan ha cambiado, pues no solo los invita a cenar, sino que tiene intenciones de entregarles una bolsa de dinero. Nathan, presa de la soledad, pues vive al margen de los demás, ha dejado atrás su egoísmo y quiere empezar a compartir con su comunidad. Sin embargo, Elías y Daniel, enloquecidos por su odio hacia el rico opresor, terminan sacrificando al viejo cuando ya no había ninguna razón por hacerlo. Más enfáticamente religioso es “Dos amigos”, donde Enrico, un revolucionario, se encuentra frente a un pelotón de fusilamiento comandado por un viejo amigo. ¿Cómo llegó Enrico a revolucionario? Porque perdió a su madre. ¿Y cómo llegó a militar el teniente que comanda el pelotón? Porque perdió a su padre. Ambos, pues, son víctimas de las circunstancias de la vida. Cuando el teniente le propone buscar la manera de salvarle, pues no quiere manchar sus manos con la sangre de un amigo, Enrico, que contrariamente al teniente, quien tiene familia, ya no tiene a nadie, se rehúsa. Qué cumpla su deber, le dice. Dios comprenderá que él hace lo que hace porque está obligado a hacerlo, no porque le gusta. Ante Dios, tanto Enrico como el teniente son inocentes. Cada uno está cumpliendo con su deber, que es el que las circunstancias de la vida les impuso. El simple hecho de que el teniente no quiere matar a Enrico le dice a éste que su amigo sigue siendo bueno todavía. Esta idea se subraya también en “El espía”, donde el soplón que es metido en las celdas con los revolucionarios para que le hagan confidencias cuando se les presenta como víctima también de la dictadura, no lo hace exactamente por maldad, sino solamente porque le teme a la muerte y quiere salvar su propia vida. Sin embargo, en “La tierra” el elemento ideológico predomina. Aquí los ancianos del pueblo recomiendan paciencia antes los abusos de los ricos, pero los jóvenes dicen que no tienen ninguna intención de quedarse sin tierras como sus padres y sus abuelos, que la ley de la cual hablan los ricos no es la misma para los pobres, los cuales exigen justicia. Estos jóvenes, entonces, se levantan para establecer un “nuevo día” y matan a Caifás, o sea, a la clase explotadora. ¿Hasta cuándo tienen los desposeídos que esperar para que la ley de los poderosos les otorgue las tierras que trabajan desde hace siglos? Los ancianos siguen esperando; los jóvenes, por el contrario, ya perdieron la paciencia de Job (uno de los ancianos), y deciden “arrebatárselas”. Pero existe un “cielo” que es la única verdadera recompensa de los seres humanos, y esto lo establece “Mañana”, el cuento que precede a éste. El viejo Manolo sabe que va a morir. Tiene 79 años y ya no podrá ir a vender naranjas al mercado con su nieto ni verle cuando, al día siguiente, se vaya a la escuela por primera vez. El viejo no está alegre, no se sonríe como antes. Pero, cuando el niño regresa de la iglesia para darle la noticia de que hay un lugar, el “cielo”, donde no habrá “más llantos” ni “sufrimientos”, como dice el padre Alejandrino, el abuelo le saluda con su mano y finalmente le sonríe. O sea, sólo la fe nos ayuda ante la muerte. Esta veta religiosa, que se alterna con el discurso ideológico, como lo hemos visto hasta aquí, termina siendo, al final, el elemento predominante, ya que hay cuentos, como “Un centavo de luz” o “El caballo de tres cabezas” que rondan en la parábola. En el primero, Isaías deja una herencia a cada uno de sus tres hijos. La más exigua, un centavo, es del tercer hijo. Los otros dos se quejan de lo poco que les dejó y, aunque en la vida le vaya bien, despilfarran su riqueza y terminan en la pobreza. El tercero, Israel, guarda su centavo, pues entiende que es sólo un símbolo del amor de su padre, el cual no tenía mucho y ese poco que tenía se lo dejó a sus hijos. Él también terminará pobre como sus hermanos. Pero, un día, un viejo se aparece para revelarles que su padre les dejó una fortuna y ésta sería del hijo que pudiera introducir su mano en el hoyo donde está
escondida. Los dos hermanos no tienen ni para comprar una linterna que alumbre el lugar donde está la fortuna, y sólo Israel, sacando su centavo, hace posible que se pueda comprar una lámpara y se ubique el tesoro escondido. Será su mano, y no las manos de sus hermanos, que entrará en el hoyo donde se encuentra la fortuna. Ese centavo que lleva la fortuna es el amor que lleva al hombre hacia la recompensa divina. “El caballo de tres cabezas” nos dice que el monstruo que nos aqueja consta de tres cosas: nuestra tendencia a sembrar cizañas, la envidia y la traición. Con esta publicación, entonces, Ramón Emilio entra en la lista de los muchos cuentistas dominicanos, y lo hace no con cuentos que, por ser “modernos”, terminan con deprimir los espíritus en la gente, sino con cuentos que, por su naturaleza clásica, tienen algo positivo que ofrecerle. Leer cualquiera de estos cuentos, hasta el menos desarrollado, es siempre preferible y más placentero que leer los cuentos desnaturalizados de los cuentistas actuales, los cuales, por puro afán de estar a la moda, no hacen más que inventarse cuentos sórdidos y sin sentido que, a la larga, sólo desaparecerán del espectro de lo que es la cuentística seria en nuestra literatura. (17/6/13)  

jueves, 28 de noviembre de 2013

LOS MUERTOS NO SUEÑAN, DE RUBÉN SÁNCHEZ FÉLIZ




Por Giovanni Di Pietro

            Esta novela le ganó el premio de Ultramar al autor en 2010. Y me parece que este premio lo ha vuelto a ganar por lo menos en otra ocasión. Que exista este premio es algo muy encomiable, pues es una manera de reconocer el talento dominicano dondequiera que se encuentre. También es una manera, creo, de asegurarse que los que salieron del país, y que se destacaron en términos intelectuales, puedas seguir relacionándose con el ambiente que dejaron atrás involuntariamente. Sólo es importante una cosa: que un premio se dé por méritos auténticos, y no por “enllaves” políticos o como una manera de recompensar a alguien por el simple hecho de que pertenece a una parte de la diáspora dominicana que, como la de Nueva York, ostenta bastante poder en todos los sentidos. 
            Los muertos no sueñan no está mal como primera novela. Porque es de eso de que se trata, esencialmente de una primera novela, Que el autor haya escrito otras, poco importa, ya que, a través del premio que se le otorgó, ésta es la que establece su pertenencia a la novelística del país. Pero, como primera novela, también tiene las fallas que caracterizan esa clase de novelas, las cuales constan esencialmente de muchos enredos y cierta superficialidad en comunicar lo que se quiere comunicar, muchas veces sin estar muy seguros de lo que es. Me parece que sobresale la habilidad de crear personajes y ambientaciones, y el lenguaje tiende a cierto soplo poético que, en la situación actual en que el lenguaje narrativo se
encuentra, en el cual se enfatiza mucho el realismo más craso, termina siendo algo refrescante. No hay mucha complejidad en la trama. Y, en efecto, la novela tiene dos tramas: la que está relacionada con Héctor y sus traumas infantiles que no ha logrado superar en su vida, y otra, más exigua, que es la relación entre Margarita y Sebastián y cómo esa muchacha, al suponer que su tiránico padre, Pimpo, al cual teme, le mató al pretendiente, acaba denunciándole a la policía. La obra se desarrolla en Nueva York, en el Bronx, y, desgraciadamente, sigue con la descripción de la comunidad inmigrante latina, y dominicana en específico, que prevalece en los novelistas que la han tratado hasta ahora, o sea, una comunidad compuesta exclusivamente por vendedores de drogas, chulos,
prostitutas y buscadores de toda laya. De tal forma que la pregunta que surge es: ¿Es posible que no haya cabida en la mente de estos novelistas la posibilidad de que esa comunidad esté también compuesta, y en su vasta mayoría, por gente que se encuentra desarraigada, pero que, sin duda, es honesta y trabajadora?  
            Héctor, como he dicho, sufrió ciertos traumas en su infancia. Su madre abandonó la familia cuando era muy pequeño y su padre, Silvio, muere también a esa temprana edad. Por qué su madre decide abandonar la familia, nunca lo descubrimos. El novelista no nos lo dice, y, si lo sugiere, esa razón está tan metida en los enredos de la novela que es casi imposible notarla. Igual ocurre en el caso del padre. Sólo tenemos una escena en que él, siempre niño, es arrastrado bajo la lluvia por una vecina, Negra, para que vea el cuerpo de su padre en la morgue, algo que le chocará sobremanera. Cuando lo conocemos, está casado con Miranda y tiene un hijo pequeño. Vive en Nueva York, en el Bronx, un barrio que su mujer odia, pero al que no pueden dejar por razones económicas. Él trabaja como maestro suplente. Con su esposa, Héctor nunca habla ni habló antes de su pasado; sin embargo, mentalmente, no vive en el presente, sino que se la pasa metido en ese pasado trágico, obsesivamente preguntándose por qué su madre le abandonó y mientras recuerda la cara pálida de su padre muerto. Esto hace que sufra de insomnio y que tenga pesadillas con los muertos.
            En otras palabras, Héctor es un hombre que, al estar constantemente atado al pasado, no solo no disfruta el presente, sino que tampoco tiene un futuro. Aunque esté vivo, él es un muerto como esos muertos con los cuales sueña y que tanto le preocupan. No puede “soñar” un futuro, si no se libera de esos traumas que lo acechan.
            Lo que le sucede en la trama es simple. Su hijo regresa llorando y cuenta que le pegó un muchacho. Él, apático como siempre, no piensa hacer nada, pero Miranda lo encrespa y exige que haga algo, que defienda a su hijo del muchacho. Sale, pues, en busca de él, y, cuando su hijo se lo indica, Héctor, sin preguntarle justificaciones de ninguna clase, le cae a trompadas y le deja en el suelo con una sangrante herida en la  frente que parece una mariposa. No le pega simplemente por lo ocurrido con su hijo, sino que descarga toda la frustración que lleva acumulada en sus adentros por la vida sin sentido que experimenta. Cuando regresa a casa, se da cuenta que se le fue la mano, sospecha que le hizo un daño irreparable al niño y que quizás hasta lo matara. Incapaz de enfrentarse a esta situación con su acostumbrada apatía, sale de casa en busca de noticias acerca del muchacho. Deambula por las calles bajo la lluvia, entra en un hospital, en una funeraria y en un restaurant, siempre preguntando por un muchacho con esa herida en forma de mariposa. En lo que hace esto, va recordando sus traumas de infancia y meditando acerca de sus pesadillas. Una vez regresa a casa, al ver que el vecindario está lleno de policías, sospecha que le están buscando por haber matado al muchacho y decide alejarse del lugar. Finalmente termina a orillas del río Hudson. A través de las experiencias del día, ya se dio cuenta que no puede seguir viviendo en el pasado, pues los muertos “no sueñan”, no tienen futuro; pero, abrumado por su supuesto crimen y al entender que se le cerraron todas las salidas, se tira en las aguas en busca de la paz final que la muerte le proporcionaría.
            Como podemos observar, esta es una historia muy lineal. No es tanto la historia de una novela, como la de un cuento. El novelista hace malabarismos con la descripción de las pesadillas y los recuerdos de infancia de Héctor para darle más espesor a esta historia, pero no lo logra. No lo logra porque todas esas cosas sólo terminan por enredar la trama y volverla casi indescifrable. Si no sabemos por qué la madre abandona su familia ni la causa de la muerte prematura de su padre, no tenemos manera de internarnos en lo que debería ser el aspecto profundo de la obra. Se sugiere, por ejemplo, que Silvio sabe las razones por las cuales su esposa se marcha, pues le avisa que la están esperando y le dice que lleve la maleta. Pero, en todo el desarrollo de la trama, ese detalle nunca se menciona. El resultado es una lamentable superficialidad que, aunque Sánchez Féliz trate de remediarla a través de versos de merengues y salsas esparcidos en el texto, y supuestamente calculados para explicar esta trama, no desaparece nunca y se traduce en esa linealidad de la historia que notamos.
            Si esta historia de Héctor es lineal, aún más lineal es la de Margarita. Y si Héctor, a causa de sus traumas infantiles, nos permite entrever cierta complejidad en lo que nos cuenta y le ocurre, nada remotamente similar ocurre con relación a Margarita. Su historia es la de una muchacha adolescente que apenas ha descubierto su sexualidad y está  simplemente loca por tener sexo con Sebastián, un muchacho del vecindario. Margarita es la hija de Pimpo, un vendedor de drogas que tiene una bodega como frente. Pimpo no es un tipo muy recomendable, ni siquiera como padre, ya que mantiene a su hija bajo su férreo control mientras se la pasa acostándose con una puta que tiene casi su misma edad y que él mismo reconoce que puede ser su hija. Pero, bueno, esto es sólo un pensamiento fugaz en su mente y no tiene ninguna importancia. Pimpo se opone a la relación entre Margarita y Sebastián, se supone que por la edad de su hija, pero que al final no se entiende muy bien. Toda la historia de Margarita se reduce a una cita en el patio de la bodega para tener sexo con su novio a escondidas del padre. Cuando éste, metido en las faenas de su negocio de drogas, entra en el patio para que unos matones le den lo suyo a un sospechoso de ser un soplón de la policía, descubre a su hija haciendo el amor Sebastián. Le ordena a Margarita que se vaya y después le habla al muchacho y le dice que deje su hija en paz, si no quiere que algo malo le pase. Pero esto no es
todo. Para asegurarse que su mensaje tenga efecto, le cae encima a puñetazos limpios y, como resultado de su destreza como ex boxeador, acaba con el pobre. Disgustado porque le salió mal el asunto, pues sólo quería asustarle, arroja su cuerpo en un matorral cercano. Aterrorizada por su padre, al ver que Sebastián no aparece por ningún lado, Margarita decide finalmente rebelarse a su tiranía y llama la policía para que lo arresten por el crimen. Esta acción hace que se sienta libre de la odiosa opresión paterna. Ella también, al igual que Héctor, era una muerta que no podía soñar un futuro. Ahora, a través de su rebelión, se supone que ya puede empezar a soñar. Pero, ¿qué clase de futuro será el suyo, puesto que es sólo una adolescente que se va a quedar sin padre y con una madre del todo inútil? El novelista, como era de esperar, no entra en este asunto. Sólo lo deja pendiente.
            Si la trama relacionada con Héctor no es una trama que amerita una novela, tampoco lo es la que está relacionada con Margarita. Podemos decir, entonces, que lo que tenemos en Los muertos no sueñan no es exactamente una novela, aunque así se nos la presente; lo que tenemos, en verdad, son dos cuentos que, puestos juntos, se trata de venderlos como si fueran una novela hecha y derecha. Porque, si nos preguntamos qué es el elemento que mantiene juntos a estos dos cuentos para que formen una novela, la respuesta es sólo un saludo que Pimpo, en una ocasión, le envía a Héctor cuando lo ve deambular por las calles en búsqueda del muchacho que maltrató hasta matarlo. Esto, y, claro está, esa idea que dice que ambos, Héctor y Margarita, son muertos a los cuales no se les permite soñar. Héctor resuelve su dilema suicidándose; Margarita, lo hace al denunciar a su padre por algo de lo cual no está muy segura. Por eso, si eliminamos ese enigmático saludo que menciono, la novela se viene abajo y lo que resulta son dos cuentos, el primero bastante confuso y el segundo
completamente superficial. Pero, de nuevo, esta es una primera novela y funciona sólo como tal. No se le puede pedir más.
            Para terminar, quisiera retomar la idea de las novelas que describen el ambiente hispano, y en especial el dominicano, de Nueva York. En general, este tipo de novelas lo escriben narradores radicados en Nueva York, como en este caso, o que tuvieron alguna experiencia de ese ambiente porque vivieron un tiempo en esa ciudad y después regresaron a su país. Pero también hay narradores que viven en la metrópolis y que hacen suyo el tema. Mientras esta novela es un ejemplo de una obra escrita por un narrador radicado en Nueva York, La salamandra, de Pedro Antonio Valdez, es un ejemplo de una obra de alguien que tuvo la experiencia de vivir en dicha ciudad. Por su parte, El clan de los bólidos pesados, de Pedro Peix, es un ejemplo de esa tercera categoría. ¿Qué es lo que acomuna a estas tres novelas? De nuevo, su manera de describir el ambiente que tratan. Es siempre desde una perspectiva negativa. Como ya lo dijimos, sus personajes son invariablemente vendedores de drogas, chulos, prostitutas y buscadores. En todas esas páginas, nunca se encuentra un personaje que se gane la vida sudando la gota gorda y que se mantiene apegado a valores o ideales de bien. A una mujer siempre se la ve como una puta (de haber una continuación a Los muertos no sueñan, seguro que ése sería el camino de Margarita) y a un hombre como una criminal matriculado o un vago. Por qué ocurre esto, no nos lo explicamos. Pero es algo que estos narradores deberían meditar profundamente, pues, sólo para lograr ciertos efectos narrativos que impacten, no se dan cuenta que están criminalizando y desacreditando sin remedio a toda una comunidad que merecería un trato diferente y positivo. Ojalá acojan la sugerencia y actúen al respecto.

                                                                                                            (14/6/13)

domingo, 16 de mayo de 2010

TRIBUNA: MARIO VARGAS LLOSA

La muerte de un Pimpollo

León Estévez, yerno del dictador dominicano Trujillo y compañero de orgías y torturas de su hijo Ramfis, se ha suicidado, ya octogenario. Fue muy famoso, en el peor sentido que puede tener la expresión


MARIO VARGAS LLOSA

Hace unos días, en el piso A3.1 de un edificio que hace esquina entre la avenida Francisco Prats Ramírez y la calle Núñez de Cáceres del barrio residencial El Millón de Santo Domingo, República Dominicana, se encontró muerto a un octogenario llamado Luis José León Estévez que, según testimonio de los vecinos, vivía solo como un hongo y nunca recibía visitas. A todas luces, había puesto fin a su vida por su propia mano, descerrajándose un disparo en la cabeza. La pistola Colt, calibre 45, estaba junto al cadáver, que yacía de espaldas en una cama simple en la que, para entrar en la muerte con más comodidad, el suicida había colocado dos almohadones bajo su espalda. Antes de tumbarse, se había quitado los zapatos. En el cuarto había, además, varias maletas hechas, un teléfono, un televisor y un novenario.
Los testimonios de casi todos coincidían en señalarlo como uno de los más crueles torturadores
Con él desaparece un personaje que fue muy famoso, en el peor sentido que puede tener esta expresión, en los años cincuenta del siglo pasado, durante la llamada Era de Trujillo, esos 31 años (1930-1961) en los que el Generalísimo Rafael Trujillo Molina, Jefe Máximo y Benefactor y Padre de la Patria Nueva, fue el amo y señor -un verdadero dios- de la República Dominicana. León Estévez era entonces oficial de la Fuerza Aérea, íntimo amigo y compañero de francachelas, correrías y orgías del hijo mayor del dictador, Ramfis Trujillo, del que sería también asesor y cuñado pues tuvo la suerte de casarse en 1958 con Angelita, la hija mimada de Trujillo. A ésta se la proclamó Reina en el más fastuoso acontecimiento de la Era, la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, con que en el año 1955 se celebraron los 25 años del Generalísimo en el poder. Cerca de 70 millones de dólares costaron los milyunanochescos festejos en los que participaron las coristas del Lido de París, la orquesta de Xavier Cugat y delegaciones de 42 países "libres" del mundo, muchos presidentes, entre ellos el brasileño Juscelino Kubitschek, y dignatarios internacionales como el cardenal Spellman de New York. El vestido de su Graciosa Majestad, Angelita I, confeccionado por dos célebres modistas romanas era de gasa, encaje y 45 metros de armiño ruso. Su toga era idéntica a la que llevó la reina Isabel de Inglaterra en su coronación.
Angelita Trujillo está todavía viva, en Miami, donde, desde que se volvió una born-again Christian, suele cantar himnos bíblicos en las iglesias evangélicas. Últimamente ha publicado unas memorias en las que muestra una frialdad polar para con su primer esposo, León Estévez, incluso en un tema delicado que debió de ser materia de los primeros conflictos en el matrimonio. La inverificable leyenda dice que Angelita se prendó de un joven oficial, el teniente Jean Awad Canaán, quien murió por esa época en un oportuno accidente. La familia de éste no creyó nunca que aquella muerte fuera casual y acusó siempre al marido de Angelita de haberla provocado, por celos. En estos días, con motivo del suicidio de León Estévez, la hija de aquel teniente, Pilar Awad Báez, ha resucitado aquellas acusaciones.
Gracias a su matrimonio y su amistad con Ramfis, León Estévez hizo una carrera meteórica. Fue nombrado director de la Academia Militar Batalla de las Carreras a los 23 años y muy poco después ascendido a teniente coronel. Pero su fama de entonces no se debía a sus méritos profesionales, sino a su elegancia y su apostura. Aunque su seudónimo era Pechito la gente común y corriente, y sobre todo las muchachas, lo llamaban "Pimpollo", es decir, guapo, galano y gentil. En las fotos aparece siempre vestido de manera impecable e imitando el atuendo y las coqueterías de Ramfis, los anteojos oscuros Ray Ban, el bigotito recortado a la manera de los astros del cine mexicano como Arturo de Córdoba, los zapatos brillando como espejos y la sonrisita de triunfador.
En los años noventa, cuando yo investigaba sobre la Era de Trujillo, el nombre del teniente coronel Luis José León Estévez se me aparecía por doquier en los testimonios escritos y orales y casi todos coincidían en señalarlo como uno de los más crueles y feroces torturadores y asesinos de aquellos años terribles, sobre todo en los seis meses que siguieron a la muerte del dictador, cuando Ramfis Trujillo, al frente de las Fuerzas Armadas (Balaguer era el presidente nominal) desencadenó una vertiginosa represión en venganza por el asesinato de su padre, en que cientos de dominicanos fueron torturados y asesinados por todo el país. Es seguro que Pechito estuvo en la Hacienda María, de Ramfis, el día que seis de los ajusticiadores del tirano fueron arrebatados a la Justicia, secuestrados por militares y llevados allí para que Ramfis y sus compinches, con vasos de whisky en las manos, los mataran a balazos. Por participar en este crimen, Pechito Estévez fue condenado en contumacia a 30 años de cárcel en febrero de 1965. Pero no cumplió un solo día tras las rejas, porque ya vivía en el exilio, y en 1977, por prescripción de la pena, pudo volver a Santo Domingo, donde se convirtió en un próspero empresario.
En el exilio se había separado de su mujer, a la que acusó de haber "secuestrado" a sus tres hijos, contraído una nueva unión con una señora acomodada, y experimentado una conversión a una forma afiebrada y extrema del catolicismo. Se lo decía miembro de una organización integrista, tal vez el Opus Dei. Yo visité la iglesita donde el Pimpollo oía misa todas las mañanas y pasaba el copón de las limosnas. Aparentemente estaba ya desencantado de la política, pues, en la cena que me organizó el simpático Kalil Haché, antiguo secretario de Trujillo, para que pudiera conversar con los trujillistas sobrevivientes y fieles a la memoria del tirano -la más inolvidable de todas las cenas a la que me ha tocado asistir- el teniente coronel no se hizo presente. Sólo le interesaban entonces la religión y los negocios.
Después de muchas gestiones e intermediarios, aceptó recibirme en su despacho. Había dejado de ser un Adonis hacía tiempo, pero conservaba la pulcritud en el vestir. Era un hombre frío, desconfiado, y no ocultaba su veneración a la memoria de Trujillo. En un momento dado, me dijo que había conversado con una mujer humilde a la que el Jefe le había besado los pies porque ella, en la cama, le dijo que los tenía muy fríos. "Ya ve usted, en contra de lo que se dice, era un hombre compasivo", concluyó.
Le recordé que casi todos los dominicanos que habían sido torturados en la época de Trujillo en la cárcel La Cuarenta y sentados en la famosa Silla Eléctrica para recibir descargas que les quemaran el cuerpo, aseguraban que él siempre estaba allí, presenciando el horror, y muchas veces participando en él con su inseparable fusta de jinete, con la que le gustaba azotar a las víctimas. Añadí que, sin ir muy lejos, mi amigo José Israel Coello, que me acababa de dejar en la puerta de su despacho, había sido una de ellas, y que todavía le quedaba en el cuerpo algún rastro de las cicatrices de los fustazos que le infligió mientras, amarrado en la silla, recibía descargas eléctricas.
Estuvo mirándome un buen rato en silencio, mientras palidecía. Pensé que iba a echarme de su oficina o agredirme. Pero se limitó a murmurar, con un gesto de disgusto: "Si quiere que le diga la verdad, no me acuerdo de ese episodio". Su respuesta me produjo un escalofrío. Probablemente era cierto, lo habría hecho tantas veces y con tantos, que ya no quedaban caras y nombres concretos de los martirizados en su memoria.
Ahora veo en los diarios de Santo Domingo que algunos de los disidentes antitrujillistas que sobrevivieron a las torturas de La Cuarenta, como la doctora Asela Morel, que estuvo allí presa con las hermanas Mirabal, han recordado las siniestras hazañas que perpetraba Pechito Estévez, en 1961, en aquellos calabozos inmundos, oscuros, llenos de humo, sangre, injurias y dolor, en una época en que, casi por doquier en América Latina, las dictaduras perpetraban monstruosidades parecidas.
Los jóvenes dominicanos de nuestros días deben oír hablar de todo aquello como de algo prehistórico. Por fortuna, su país ha dejado atrás y cada día se aleja más de semejante barbarie. Es uno de los países latinoamericanos donde la democracia ha arraigado mejor y donde unas políticas sensatas han traído progreso económico e institucional considerable. Desde luego que hay mucha pobreza todavía y la violencia no ha desaparecido en la vida social. Pero, comparada con el horror de aquellos años, la situación actual está a años luz de la de entonces, aunque sólo fuera porque en la República Dominicana de hoy un Pechito Estévez sería inconcebible.

El País - 16/05/2010

miércoles, 24 de marzo de 2010

domingo, 21 de marzo de 2010

Homenaje







[Miguel Delibes se ha marchado. Nos ha dejado su obra. De su vida tengo los recuerdos, la lectura siempre reiterada de El camino y Los santos inocentes. Me quedaron las ganas de leer toda su larga producción literaria; esa relación tan especial que hay en su narrativa entre la infancia y la naturaleza. Y algo que me hizo comparar a España, o lo que de ella queda, en el léxico de los dominicanos. El castellanismo de Delibes me llevó a pensar en mi país. Ya muerto, solo nos queda la relación de un escritor con la naturaleza y lo que con ella podremos hacer más adelante. Delibes también es, en su lengua, América] maf


ANTONIO MUÑOZ MOLINA IDA Y VUELTA

Delibes, a lo lejos

ANTONIO MUÑOZ MOLINA


Miguel Delibes

Miguel Delibes era uno de esos hombres que dan la sorpresa de ser más altos de lo que uno había imaginado. Era más alto en persona y tenía una cara saludable y jovial, con el lustre rojizo de quien pasa mucho tiempo al aire libre, y en cuanto se empezaba a hablar con él se deshacía el malentendido de esa expresión quejumbrosa de las fotografías. Alto y robusto, más colorado por comparación con la palidez de casi todos los demás, lo vi una vez moverse a grandes zancadas por un salón oficial, con una chaqueta de pana, con una corbata de nudo más bien descuidado, mostrando sin apuro su irritación por uno de tantos chanchullos culturales españoles. Estaba hondamente irritado pero se mantenía tranquilo, con la ecuanimidad del desencanto y del sentido común, porque era un hombre cordial al que no puedo imaginarme arrastrado por la bronca española, por la interjección y el mal modo que entre nosotros se confunden tantas veces con la valentía. A Miguel Delibes los escritores más jóvenes habíamos empezado a no leerlo porque nos parecía demasiado español y demasiado castellano, cuando nosotros aspirábamos tan ansiosamente a ser cosmopolitas, pero lo cierto es que en sus actitudes, en su misma presencia, había algo que lo volvía ajeno al modelo de escritor español al que estamos más acostumbrados. En España gustan los personajes chulescos, quizás por un hábito muy antiguo de servilismo al que manda, y la mala educación se considera un síntoma de autenticidad, hasta de recia hombría. En España conviene ser arrogante, porque al que no lo es tiende a mirársele por encima del hombro, y porque es un país pomposo en el que hinchar el pecho y ahuecar la voz gana inmediatas simpatías. En España el desdén sarcástico se interpreta como un signo seguro de inteligencia, y el franco entusiasmo por algo, la abierta admiración, son tan perjudiciales como la llaneza.

En las grandes novelas de Delibes hay observación meticulosa de los trabajos y las ensoñaciones de la gente común

En un país así, Miguel Delibes resultaba una anomalía. A nosotros se nos pasó la costumbre de leerlo porque teníamos la aspiración de convertirnos cuanto antes en novelistas anglosajones, pero lo cierto es que quien más se parecía en sus actitudes a un novelista inglés o americano era Miguel Delibes. Miguel Delibes vivía retirado escribiendo y dando largos paseos por el campo. Era escritor porque escribía libros, no porque interpretara el personaje público de escritor a la manera española, a la manera francesa o latinoamericana. España es un país perezoso en el que siempre tienen éxito las coartadas para no leer a alguien. Delibes, se decía, era costumbrista y escribía sobre el campo, y el campo era una antigualla bochornosa para quienes aspirábamos a ambientar nuestras novelas en las grandes metrópolis internacionales: nosotros, que en la mayor parte de los casos no habíamos hecho más viajes al extranjero que los que nos pagaba el Ministerio de Cultura. Si Delibes hubiera sido propenso a los exabruptos de soberbia quizás le habríamos hecho más caso. Pero por no tener ni siquiera tenía una leyenda: no podía decirse que hubiera pertenecido a la cultura antifranquista, no se había exiliado; no circulaban sobre él esas historias de malditismo etílico que tanto contribuyen entre nosotros a cimentar una fama literaria. Miguel Delibes vivía en Valladolid como un funcionario y era padre de familia numerosa. La vejez y la enfermedad lo fueron volviendo discretamente invisible.

Una mañana de sábado, en la quietud algo tibetana de una gran biblioteca universitaria, he repasado alguno de los libros suyos que más me gustaron. El silencio y la lejanía, la rara conciencia de que Miguel Delibes acaba de morir, afilan el recogimiento de la lectura, su cualidad de regreso a un lugar muy querido que uno dejó de frecuentar hace demasiado tiempo. Me gusta ver en la estantería, en el edificio donde hay tantos millones de volúmenes a los que esta mañana casi nadie se acerca, los lomos alineados y familiares, la tipografía y la encuadernación de los viejos libros de Destino, en ediciones que en algunos casos son las mismas que yo leía de muy joven en otra biblioteca mucho más humilde al otro lado del océano. En las cosas que se han escrito sobre Miguel Delibes estos días no ha sido infrecuente un cierto tono de condescendencia: el novelista de la vieja Castilla, el cronista de un mundo rural extinguido, el hombre bondadoso y sencillo. Pero las mejores novelas de Miguel Delibes desprenden un fulgor casi doloroso, en el que la belleza del mundo natural y el desamparo de los inocentes son profanados con mucha frecuencia por la fatalidad que persigue a los que no tienen nada, por la brutalidad de los fuertes, por el cambio de los tiempos, que arrastra por igual lo mejor y lo peor, y que en un país como la España de los años sesenta trajo oleadas simultáneas de prosperidad y devastación. El costumbrismo es una falsificación azucarada de lo singular, de lo aparentemente primitivo. Lo que hay en las grandes novelas de Miguel Delibes no es costumbrismo sino observación meticulosa de las vidas humanas y de los trabajos y las ensoñaciones de la gente común; un oído tan exacto para los nombres de las cosas, de los animales y las plantas, como para los matices del habla. Pero el resultando, siendo tan verídico, tiene el poderío y la originalidad de una completa invención literaria. De quien está cerca Miguel Delibes en El camino, en Las ratas, en Diario de un cazador, en La mortaja, es de Juan Rulfo y de su aspereza alucinada. Pero aunque su Castilla puede ser tan severa y violenta como la Jalisco de Rulfo, también hay en ella, en el modo en que un personaje huele la resina de un pinar en el viento un poco antes del amanecer o ve ascender misteriosamente un búho sobre las ramas de un olivo, una sugestión de paraíso que no se pierde nunca del todo. Y los paisajes campesinos de Delibes no están fuera del tiempo ni al margen de la explotación de unos hombres por otros, ni a salvo de la destrucción que provocan con la misma eficacia la negligencia y la codicia. Quizás no hay tarea más difícil para un novelista que la de mirar el mundo integralmente con los ojos de un personaje y la de dejar a un lado su propia voz y transmutar su escritura en una voz del todo ajena a él mismo. En la novela contemporánea española no hay miradas o voces más verdaderas que las de las criaturas inventadas de Miguel Delibes: un niño asustado por la cercanía de la edad adulta, una criada pobre, un bedel de instituto aficionado a la caza, un retrasado mental, un hombre viejo que va viendo aproximarse el final tedioso de la vida, una esposa provinciana comida por el rencor. En Los santos inocentes, el relato, el habla, el punto de vista, el interior de la conciencia, se funden y se transforman en un solo flujo narrativo, entrecortado de ritmos de poema en prosa.

En el silencio de la biblioteca oigo mi propia voz murmurando unas líneas de Miguel Delibes que se convierten, tan lejos, en una oración funeraria.

(de El País 20/03/2010)